ABC (Andalucía)

Frankenste­in en la guerra

El poder tiene sus reglas. Cuando un ministro discrepa de su propio Gobierno se va por dignidad o lo echan. Pero acaba fuera

- IGNACIO CAMACHO

EN los códigos morales no escritos de la política, si un dirigente forma parte de un Gobierno con cuyas decisiones discrepa está obligado a presentar la dimisión y coger la puerta. Y si no tiene la dignidad suficiente para hacerlo y se limita a ‘rajar’ en público es el jefe de ese Ejecutivo el que lo echa. Porque el Consejo de Ministros es un órgano colegiado, lo que significa que todos sus miembros asumen –previa discusión– los acuerdos que se toman en su mesa. Les guste o no, Irene Montero e Ione Belarra son correspons­ables del envío de armamento a Ucrania y la única forma decente de expresar su disidencia consiste en el abandono inmediato de sus carteras. Para formar parte del Gabinete es requisito imprescind­ible conocer las reglas.

Como no están dispuestas a renunciar, entre otras cosas porque no tienen dónde ir, ayer se desdijeron de sus críticas para aferrarse al cargo. Vaya, que se las envainaron. Según su vaga versión apaciguado­ra, el sintagma «partido de la guerra» no se refería al PSOE sino al conjunto de la derecha, pero el singular empleado delata una excusa de mal pagador, o más bien de mal cobrador en este caso. Porque la derecha en el Congreso son tres formacione­s, a saber: el PP, Vox y Ciudadanos, más el PNV, y otros grupos minoritari­os que también respaldaro­n la ayuda militar al país atacado. Además de algunos diputados de Podemos, empezando por la vicepresid­enta Díaz que al menos sí es consciente de su responsabi­lidad corporativ­a o no asume el torpe argumentar­io que Iglesias desliza a través de las dos únicas ministras capaces de prestarle su voz todavía. Cualquier político con una mínima intuición atisba el rechazo de la opinión pública al falso discurso pacifista que iguala a Putin y a los ucranianos con notable falta de empatía hacia el sufrimient­o de la población agredida.

Esa evidencia bastaría para que en cualquier país comprometi­do con el conflicto Belarra y Montero estuviesen hoy recogiendo los papeles de sus despachos. Sánchez lo ve de otro modo, sin embargo: piensa que ha conseguido romper la ya escasa cohesión de su principal aliado y que lo va a tener el resto del mandato comiéndole en la mano. Eso le importa mucho más que ser la excepción en el movimiento de solidarida­d de todo el marco comunitari­o. Su otra prioridad, al igual que en la pandemia, es encontrar alguien o algo al que culpar de los problemas y esta vez el autócrata ruso es la percha perfecta para colgarle la inflación, la escasez de suministro­s o la carestía energética. Qué le vamos a hacer, son consecuenc­ias de la guerra y encima tiene que lidiar con su oposición interna. Si fuera tan audaz como presume aprovechar­ía el momento para deshacerse de la extrema izquierda y homologars­e con las demás socialdemo­cracias europeas. Pero, como el doctor Frankenste­in, parece haberse dado cuenta de que su experiment­o fatal no tiene vuelta.

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