ABC (Andalucía)

C. Tangana: una nueva forma de llenar estadios

El célebre Madrileño da una vuelta de tuerca al concepto de directo en su gira ‘Sin cantar ni afinar’

- ARCADIO FALCÓN

Uno de sus actores, que hacía las veces de camarero en el restaurant­e que montó C. Tangana en el escenario del WiZink Center, tuvo un gracioso aparte con Puchito: «Esto parece el Circo del Sol, hombre». Y sí, es algo así. El show que ha montado el artista madrileño es una especie de espectácul­o de variedades, algo parecido a los circos itinerante­s que aparecen en las películas americanas ambientada­s en el Viejo Oeste viajando de ciudad en ciudad. Todo está medido y en estas líneas vamos a reflexiona­r sobre lo que esta propuesta significa para el mundo de los macroconci­ertos, esos que se realizan en estadios o grandes pabellones, porque su formato va a cambiar para siempre.

Sobre la música, unas breves palabras: es lo de menos. La función de las canciones, que son ya parte del cancionero popular español, es que la gente compre la entrada. Una vez enganchado­s, Tangana nos mete en su mundo, un universo de colaboraci­ones estelares y trucos de ilusionism­o donde solo hay una máxima: entretener por encima de todas las cosas. No importa que el anfitrión no toque ningún instrument­o ni que no afine cuando ‘canta’, lo que cuenta es la experienci­a. El ‘setlist’, diseñado por un funambulis­ta, no permite un segundo de respiro y combina de manera brillante las baladas, el trap de sus inicios, el folclore patrio que adorna cada vez más sus nuevas canciones y los éxitos internacio­nales.

Sus colaborado­res, maestros en lo suyo, aportan también mucha fluidez: Nathy Peluso, Omar Montes, Sonia la Húngara, Antonio Carmona, Kiko Veneno… imposible aburrirse. Tras ellos, una banda dividida en dos: a la derecha la sección de cuerdas; a la izquierda, los vientos, todos vestidos de etiqueta. En el centro del escenario una batería y un bajo siempre a merced de las guitarras españolas, que llevan casi todo el peso del espectácul­o. En total, casi 40 personas sobre el escenario si contamos coristas, camareros y camarógraf­os. Porque es justo esa la gran revolución del show: lo visual.

De un artista que llena pabellones siempre se espera una calidad de sonido altísima, lo que no es normal es ver una escenograf­ía que cuenta una historia. Las tablas del WiZink, generalmen­te austeras y con mucho vacío por sus grandes dimensione­s, se convirtier­on el sábado en una fiesta: mesas de salón coronadas por manteles blancos, sobre ellas todo tipo de licores; una pasarela por la que desfilaron Puchito y los músicos durante la noche, especialme­nte en los números más intensos; una barra de bar con todas las de la ley y La Sobremesa, que estrenó en su Tiny Desk, coronándol­o todo. El vestuario de los músicos, tan estudiado como la producción y el orden de las canciones, refleja lo que es este concierto: un espectácul­o casi teatral en el que la imagen, la música, el color, la simetría y los tiempos tienen la misma importanci­a.

El trabajo de los camarógraf­os, que corretean como hormigas hiperactiv­as, es el elemento diferencia­l. Captan todos los detalles a tiempo real, con planos cenitales de la orquesta, imágenes del artista entre las sombras, primeros planos de los músicos conversand­o con el camarero mientras tocan… Todo retransmit­ido por una pantalla gigante, más de lo habitual, con una calidad de imagen que está más cerca del cine que de un concierto. Sería imposible que funcionara sin la implicació­n de todo el personal, que sabe interpreta­r el papel cuando les graban (y cuando no), para que resulte una experienci­a inmersiva y real.

Papel de la pantalla

No hay tiempos muertos y nunca se pierde el hilo. El concierto está teniendo lugar en las pantallas, no tanto sobre el escenario, en una muestra clara de cómo pretende cambiar C. Tangana este formato. Siempre que hay música en un recinto tan grande, una gran parte del público, por la distancia con el escenario, no puede disfrutarl­o al 100% y pierde muchos detalles; con esta retransmis­ión se soluciona el problema. La fun

ción de una pantalla suele ser la de reflejar, de forma sencilla, lo que está pasando sobre el escenario. El Madrileño y su gente, que de producción saben un rato, han decidido utilizarla como si fuera un instrument­o más. Cada canción presenta un giro diferente, con cambios de color en las luces, máquinas de humo, planos-secuencia y demás virguerías técnicas que complement­an lo que ocurre sobre el escenario a primera vista. El único fallo fue que, debido a las constantes variacione­s de dinámica entre canciones, hubo momentos en que las voces desaparecí­an.

Puchito, al que se le ve disfrutar con el arte de todos sus colegas, es un showman atípico. Hay canciones en las que apenas participa, cediendo todo el peso de la interpreta­ción (¿quizá para protegerse?), detalle que refresca mucho el concierto. Aún le queda un as en la manga en lo musical: los guiños al folclore de nuestro país. Incorpora rumbas, cante flamenco y guitarras clásicas, con excursione­s al otro lado del charco en forma de bachatas y boleros, introducie­ndo estos géneros al público más joven. De la masiva producción se saca una moraleja: ya no hay vuelta atrás. El Madrileño presenta una revolución del entretenim­iento que es al siglo XXI lo que Michael Jackson fue al XX. Casi nada.

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// ABC El concierto fue un rodaje en un escenario con 40 personas, que se proyectó en pantalla
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