ABC (Andalucía)

El baile de Natacha

No habrá estabilida­d en Rusia mientras Europa no construya unas relaciones amistosas sobre el respeto a una historia que sigue pesando

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

CUANDO leí ‘Guerra y paz’ en mi juventud entré en un estado febril que me impedía cerrar el libro. Sólo hasta que el sueño me venció de madrugada pude abandonar sus páginas. Estaba tan subyugado por la novela de León Tolstoi que veía a Natacha, uno de sus personajes, en las mujeres que me gustaban.

Hay una escena en la obra en la que Natacha Rostov, que tiene que abandonar su casa cuando las tropas de Napoleón avanzan hacia Moscú, se queda en éxtasis al presenciar un baile popular en el que ella percibe los genuinos valores del pueblo ruso. Como las elites del país, Natacha ha sido educada en la cultura europea y es francohabl­ante. Pero su corazón se conmueve ante las viejas tradicione­s del campesinad­o. Tolstoi aprovecha los sentimient­os de la joven para transmitir la idea de que un ruso siempre será un ruso pese a la influencia externa que haya recibido.

No cabe duda de que Tolstoi dotó de un aura romántica el carácter de su pueblo hasta el punto de que decidió liberar a los siervos de su propiedad.

Era un filántropo y un idealista que creía en la bondad humana. Pero nadie como Dostoievsk­i y como él han descrito mejor las interiorid­ades del alma eslava.

El debate sobre la identidad de la nación rusa atraviesa toda su literatura desde Pushkin, que simpatizó con el movimiento decembrist­a contra el zar Alejandro I. También él exaltó la pureza de las tradicione­s populares en ‘Eugene Oneguin’, poema en el que la vida en el campo se contrapone a las miserias de la ciudad.

Desde que Pedro el Grande quiso hacer de San Petersburg­o una gran urbe, imitando a París, ese debate sobre la identidad nacional ha estado presente en la vida política y cultural de Rusia, que ha oscilado entre la atracción hacia Europa y un aislacioni­smo derivado de su historia. No en vano creció hacia los vastos territorio­s de Siberia mientras mantenía guerras contra Suecia, Prusia, Polonia y Gran Bretaña. Ni Rusia ha sido nunca una democracia liberal ni ha sentido fuertes vínculos con Europa, vista casi siempre como una amenaza por la autocracia gobernante, fuera en la época de los zares o durante el comunismo soviético. No hay que olvidar que el gigantesco país fue invadido por Napoleón y, tan sólo 130 años después, por Hitler.

Algo de todo esto explica, pero nunca justifica, la política de Putin y su obsesión por garantizar unas fronteras seguras para Rusia, humillada tras el desmembram­iento de la Unión Soviética. Y también permite comprender por qué las dos terceras partes del pueblo han apoyado la invasión de Ucrania.

Es más que probable que la agresión de Putin se vuelva contra él y provoque un cataclismo interno. Pero no habrá estabilida­d en Rusia mientras Europa no construya unas relaciones amistosas sobre el respeto a una historia que sigue pesando mucho.

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