Pasaron ya dos años
¿Retornará el mundo perdido? No seamos infantiles. Nada retorna nunca
TODOS los hombres creen su mundo invulnerable. Es una protección, sin la cual nadie soportaría el correr del tiempo; ése, imprevisible, cuyo desasosiego tiñe el venerable tópico que sella en los relojes la huida de las horas: ‘Todas hieren, la última mata’. Del malestar de vivir en esa inquieta certeza, parece destinada a salvarnos la escenografía de un mundo inamovible en torno nuestro: pasaremos nosotros y él seguirá siendo igual, nos decimos. Y es mentira. Nada, en el fluir del río heraclíteo, es ni más ni menos efímero que nada. Pasajeros perpetuos de lo fugaz, no nos es dado sospechar siquiera el vértigo de su deriva: y a lo efímero damos nombre de eterno.
Pasaron ya dos años desde aquel mes de marzo en el que nuestro mundo fue, primero, confinado; borrado, al poco. ¿Recordamos siquiera que existió aquel mundo? A Montaigne le sorprendía hasta qué punto todo lo que llamamos realidad no es más que un cúmulo de bien reguladas costumbres. Repetidas. De esa ‘reina del mundo’ tomamos nuestras certezas, de ella nuestras convicciones, también cuantas imágenes componen el espacio escénico que ornamenta nuestros gestos. Quevedo: no olvides que es «teatro de farsa el mundo todo/ que muda el aparato por instantes/ y que todos en él somos farsantes». Y nunca lo sabemos. Salvo en las catástrofes.
Cuando el coronavirus nos encerró herméticamente, hace dos años, un mundo –una red de automatismos– se extinguió. Y hubimos de ir inventándonos otro. Sin contactos materiales. Nuestros gestos –los exquisitos, como los domésticos– se volatilizaron. Pero la naturaleza abomina el vacío. Y a unos gestos, y a unos hábitos, los sustituyeron otros. El comercio local fue desplazado por el de redes deslocalizadas, el contacto con los humanos se trasladó a dimensiones digitales inaccesibles a la biología, voz e imagen maquínicos suplieron al tacto. Y, al cabo de unas semanas, nos fuimos dando cuenta de que nada de cuanto habíamos juzgado insustituible en nuestras vidas tenía más consistencia que la de nuestras leyendas. Y que los horizontes legendarios se desplazan fácilmente.
Antes de hace dos años, al anuncio de un concierto de los Rolling Stones, me hubiera abalanzado sobre las taquillas. Anteayer, cuando mi hija me sugirió invitarla a ver a esos carcamales con un pie en la prehistoria, me paré a considerar pros y contras: espacio abierto, mascarillas, aforo... En el ayer que ya no existe, me hubiera desnucado de la risa ante tamaña idiotez. Lo más gracioso es que a ella ni siquiera le dio una carcajada. Porque en esa locura estamos. Y esa locura ahora es para siempre. Un para siempre tan eterno como lo intemporal que desplazó: a esto llaman eternidad los humanos.
¿Retornará el mundo perdido? No seamos infantiles. Nada retorna nunca. Lo sabía Heráclito. ¿Por qué no nosotros? La eternidad: dos años.