La Historia como campo de batalla
¿Por qué cuando nos hablan de la Rus de Kiev es señal de que nos quieren robar la cartera?
Un problema intelectual muy, muy español consiste en forzar cualquier cuestión foránea a través del embudo mesetario para extraer conclusiones tan familiares como distorsionadas. Como resultado de esta enfermiza obsesión por lo ibérico –nivel Georgina– abundan estos días en el debate público toda clase de obtusas comparaciones de Rusia con España. Acompañadas, por supuesto, por la inevitable equiparación de Ucrania con Castilla, Cataluña e incluso Asturias, patria querida.
Llegados a la tercera semana de obscena brutalidad en Ucrania, la verdad es que cada vez se hace más cuesta arriba seguir admirando a Putin como un caballerazo cristiano. Sin embargo, esa insalvable distancia entre la babosa adulación iliberal y la terrible realidad no impide perpetrar falsas equivalencias, alentar el ‘nacionalismo’ con ‘z’, formular los más siniestros razonamientos geopolíticos o distorsionar la historia hasta llegar a un calimocho intragable
Si nos empeñamos en no salir de nuestra zona de confort ibérica, a lo mejor deberíamos empezar a pensar que Rusia es España y Ucrania, Portugal. Es decir, un mismo origen pero identidades nacionales separadas. Esto debería llevarnos a darnos cuenta de que cuando nos empiezan a hablar de la Rus de Kiev es señal de que nos quieren robar la cartera utilizando el pastiche histórico como señuelo. Se intenta justificar lo injustificable a partir de una medieval federación política eslava situada en lo que hoy es Bielorrusia, Ucrania y la parte más occidental de Rusia.
La realidad es que esta guerra de recolonización tiene oscuras raíces. Y por eso, no es suficiente con explicar la invasión de Ucrania como el último capítulo en la secular saga que enfrenta a la libertad contra la tiranía. Conviene pensar en otras obsesiones irredentistas de Putin basadas en el imperio, la etnicidad o el euroasianismo. Y prestar más atención al ‘Russkiy Mir’. Ese ‘mundo ruso’ que a tenor del excepcionalismo que irradia la lucecita del Kremlin no tiene fronteras. Al fin y al cabo, a quién no le va a gustar un imperio romano del siglo I.