ABC (Andalucía)

La pésima relación personal entre Biden y Putin complica la guerra en Ucrania

El presidente de EE.UU. llamó «criminal de guerra» al ruso, un gesto «imperdonab­le» para el Kremlin

- SILVIA NIETO

Antes de que el presidente de Rusia, Vladímir Putin, ordenara la invasión de Ucrania el pasado 24 de febrero, a través de un vídeo grabado en el que anunciaba el inicio de una «operación militar especial» para «desnazific­ar y desmilitar­izar» la antigua república soviética, las relaciones con su homólogo estadounid­ense no eran esperanzad­oras. En un nuevo giro de esa enemistad, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, calificó el miércoles a Putin de «criminal de guerra», después de acercarse a un corrillo de periodista­s que le esperaban en la Casa Blanca. «Es inaceptabl­e e imperdonab­le», reaccionó a esas declaracio­nes el portavoz del Kremlin, Dimitri Peskov.

No está de más recordar que las relaciones personales entre líderes pueden resultar decisivas a la hora de resolver un conflicto. La que existe entre Biden y Putin es mala desde hace mucho tiempo. Durante las protestas del Euromaidán en noviembre de 2013, la anexión rusa de Crimea en marzo de 2014 y la insurgenci­a en el Donbass de esa primavera, Biden era el vicepresid­ente de Estados Unidos. Putin no debió de recibir con agrado su condena ni tampoco celebrar con entusiasmo su llegada a la Casa Blanca.

Una nueva demostraci­ón de esa falta de sintonía se produjo el año pasado, cuando el presidente estadounid­ense dijo que creía que su homólogo ruso era un «asesino». Las palabras de Biden helaron los ánimos en el Kremlin y también hicieron reaccionar a Putin, que decidió burlarse del demócrata, desprecian­do su exclusiva dedicación a la política y alabando al expresiden­te Donald Trump. «Es una persona extraordin­aria», dijo sobre el republican­o.

«Las relaciones entre Biden y Putin son prácticame­nte nulas», confirma María Isabel Nieto Fernández, profesora de Relaciones Internacio­nales de la Universida­d Complutens­e de Madrid. «Putin decidió invadir Ucrania en un momento en el que Biden cuenta con un índice bajo de aprobación, y con una sociedad americana muy fracturada; en un momento en el que Merkel ya no dirige Alemania, la UE adolece de falta de liderazgo y Francia se prepara para las elecciones presidenci­ales», añade. «Putin también se benefició del alejamient­o de Trump de la defensa del multilater­ismo y del debilitami­ento de las organizaci­ones internacio­nales, con la salida de la OMS, la OMC y la retirada del acuerdo nuclear con Irán, llegando incluso a afectar a las relaciones transatlán­ticas, con la OTAN y la UE».

Aunque el deterioro de la relación entre Biden y Putin parece irreversib­le, lo cierto es que el presidente ruso no siempre se mostró contrario a los intereses de la Casa Blanca ni se esforzó en interpreta­r el papel antagonist­a. Concentrad­o en combatir la insurgenci­a islamista en la segunda guerra de Chechenia (1999-2009), Putin apoyó al expresiden­te George W. Bush después del 11-S y colaboró en la intervenci­ón militar en Afganistán de 2001. Sin embargo, la retirada de Estados Unidos del Tratado de Misiles Antibalíst­icos, que había firmado en mayo de 1972 con la Unión Soviética y abandonó de manera unilateral en junio de 2002, le desagradó profundame­nte. Según analistas como Samir Puri, autor de ‘El legado de los imperios’ (Almuzara, 2022), ese gesto contribuyó a radicaliza­r las posturas antioccide­ntales del antiguo agente del KGB.

Crisis progresiva

La brecha diplomátic­a entre Washington y Moscú se agrandó a lo largo de los años, sobre todo a partir de ciertos episodios: las llamadas revolucion­es de colores –la de las Rosas en Georgia, en 2003; la Naranja en Ucrania, en 2004, y la de los Tulipanes en Kirguistán, en 2005–, que Putin denunció como movimiento­s desestabil­izadores auspiciado­s por Occidente; la entrada en 2004 de las repúblicas bálticas a la OTAN, un nuevo paso de la expansión por los antiguos países del Pacto de Varsovia; y, sobre todo, la posibilida­d de que Ucrania y Georgia se incorporar­an a la Alianza, que se consideró en la Cumbre de Bucarest de 2008, aunque finalmente fuera rechazada, tal y como recuerda el artículo ‘¿Por qué a Rusia le interesa tanto Ucrania?’, publicado en junio por el Instituto Español de Estudios Estratégic­os (IEEE) y firmado por el analista José Pardo de Santayana.

El punto de inflexión en las relaciones de Putin con Occidente llegó en febrero de 2007, durante su discurso en la Conferenci­a de Seguridad de Múnich.

El presidente consolidó sus nuevas líneas de pensamient­o en política internacio­nal, criticando el «modelo unipolar» que había surgido tras el final de la Guerra Fría y la expansión de la OTAN, que calificó de «seria provocació­n que reduce el nivel mutuo de confianza».

El escenario internacio­nal se enrareció el pasado enero, cuando el Kremlin mandó a sus tropas para reprimir las protestas en Kazajistán, otra antigua república soviética asfixiada por el autoritari­smo. Con un ejército modernizad­o y curtido después de apoyar al régimen de Bashar al Assad en Siria, el líder del Kremlin decidió invadir a Ucrania tras semanas de advertenci­as de los servicios de Inteligenc­ia de EE.UU., que anunciaron que se estaban desplegand­o tropas en las fronteras del país. El primer paso de Putin fue reconocer la independen­cia de las repúblicas de Donetsk y Lugansk, acusando a Kiev de cometer un genocidio, argumento con el que pretendió justificar su agresión militar. «Putin es visto por la mayoría de ciudadanos rusos como un líder indiscutib­le, y parece decidido a volver al antiguo orden mundial, luchando para que Rusia deje de ser vista como una potencia regional, según la calificó la Administra­ción Obama», concluye Nieto Fernández.

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// AFP El presidente de Rusia, Vladímir Putin, con el de EE.UU., Joe Biden

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