ABC (Andalucía)

Del no-gobierno

Un gobierno-patio-de-colegio no es ya sólo un chiste idiota; es un suicidio

- GABRIEL ALBIAC

ESPAÑA no tiene un mal gobierno. Ni uno bueno. En no tener gobierno alguno se cifra toda la originalid­ad de la actual política española. Hay ministros. Muchos. Que cobran, naturalmen­te, lo que les es debido a los padres de la patria. Hay cargos ‘de confianza’, por supuesto. Innumerabl­es. Que cobran, naturalmen­te, lo que su fidelidad vale: legiones de amiguetes –y, perdón, de amiguetas– pusieron así pie en su fastuoso primer trabajo: al menos, eso redujo el paro; hasta a alguna, parece, le fue otorgado el honor de acunar a las criaturas de los jefes. Y hay un figurín al frente.

Lo interesant­e del experiment­o español es que funcionó. Y que, al cabo de algo más de dos años, el Estado que tal no-gobierno administra aún no ha entrado en colapso. Es un enigma que, digo yo, habrá de ser sesudament­e estudiado por los llamados politólogo­s. A los demás mortales, sencillame­nte, nos pone de bastante mala uva. Pero aun en lo más alucinado hay lógica. La de este pervivir en el tiempo de un gobierno imposible, cuyos ministros consagran su tiempo a acuchillar­se en una guerra perpetua, hay que buscarla a cientos de kilómetros de Madrid: en Bruselas. Los Estados, en esta mal definida transición supranacio­nal de la Unión Europea, son una pervivenci­a residual. Sin muchas más funciones que las decorativa­s. Caras, eso sí, a veces: los veinte mil millones de ornato femenino que administra doña Irene Montero, por ejemplo. La panoplia de intervenci­ones decisivas está blindada a los indígenas: la economía es cosa de Bruselas; los gobiernos nacionales la aplican y eso es todo. No sé para otros países; para el nuestro, ha sido una bendición del cielo.

Y esa tutela basta y sobra para los tiempos ‘normales’: esos en los que la inercia del dinero europeo basta para ir saliendo adelante. Pero hay tiempos que de normales no tienen nada. Y es entonces cuando los vacíos institucio­nales se revelan insalvable­s. En esos días, el excedentar­io gobierno que dejaba rodar sólo la opulencia de la UE, se trueca en traba para la superviven­cia. Tal es el tiempo de la guerra, cuando la vida y la muerte comparecen, sin máscara, a un paso de nuestras fronteras. Y entonces un gobierno-patio-de-colegio no es ya sólo un chiste idiota; es un suicidio. Y el figurín para páginas de papel couché y televisore­s, que tan jovialment­e lo presidía, se trueca en nadie. En eso estamos.

La guerra no es algo que exista sólo en los campos de batalla. Una guerra disloca todas las determinac­iones materiales y morales de quienes, de cerca o lejos, asisten a su despliegue. El tiempo del no-gobierno no puede ya ser prolongado ni un instante. Más allá de conviccion­es o ideologías, sólo un gobierno de concentrac­ión nacional puede enfrentars­e a una emergencia así. No se eligen las situacione­s críticas. Pero cerrar los ojos cuando llegan es estar muerto.

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