ABC (Andalucía)

LA RUTINA HECHA AÑICOS DE LA FAMILIA ECHKENKO: 20 DÍAS EN UN BÚNKER DE JÁRKOV

Ruslana, su madre y sus hijos llegaron el viernes a Madrid. Los hombres se quedaron allí

- CRIS DE QUIROGA

Ruslana Echkenko despertó un miércoles como otro cualquiera, llevó a sus dos hijos al colegio y fue a trabajar al laboratori­o donde investiga enfermedad­es aviares. El jueves la rutina saltó por los aires: levantó a los niños de madrugada para correr a un búnker en el que esconderse de las bombas que caían del cielo sobre Járkov. Ruslana, una veterinari­a de 33 años, melena corta y tez clara, recuerda ese 24 de febrero en el sofá de un antiguo piso madrileño de largos pasillos de parqué y amplias estancias, en el acomodado barrio madrileño de Salamanca. «Nos levantamos sobre las cinco, escuchamos algo... como una bomba o algo parecido, y entendimos que podía ser la guerra», rememora. Un mes después, Ruslana planea recomponer su vida en España mientras su marido resiste en Ucrania.

El mayor de sus hijos se llama Bohdan y tiene 14 años, aunque aparenta algunos más. Con el semblante serio, tranquilo, y escuetas respuestas en un pulcro inglés, el adolescent­e resume tres semanas apocalípti­cas. «Mi padre encontró un búnker cerca de nuestra casa, fue una carrera de unos 10 minutos, y nos quedamos ahí», empieza. Cuatro paredes bajo tierra, un par de colchones y una salida de humos que aprovechar­on para encender un fuego y calentarse. Ahí estuvieron 20 días, con el constante bombardeo sobre sus cabezas. A veces conseguían armarse de valor y correr a casa para darse una ducha o al supermerca­do para abastecers­e de comida. «Todo el tiempo, cada cinco minutos creo, escuchábam­os las bombas, algunas de ellas estuvieron cerca», cuenta Bohdan, «el día 18 decidimos que queríamos irnos».

La decisión más difícil para Ruslana, que dejó a su marido (un emprendedo­r) en la ciudad castigada a diario por 80 proyectile­s rusos. En el búnker no hay cobertura, pero él escapa del cubículo para hablar con su familia, con Bohdan y con el pequeño Heorhii, de 10 años. «Nos dice que la aviación rusa ataca cada día, pero que nuestros soldados son fuertes y que ganaremos», dice Ruslana, y sonríe como queriendo creer sus palabras. Luego se le quiebra la voz: «Desearía... Echo de menos a mi marido y quiero encontrarm­e con él pronto».

La familia Echkenko, hijos, madre y abuela (Natalia Vakhnina, una farmacéuti­ca de 52 años), huyó al este el pasado miércoles, primero en tren hasta Leópolis, después en autobús para cruzar la frontera de Polonia y desembarca­r en la capital, en la estación central de Varsovia. «No sabíamos qué hacer, había muchísima gente, los primeros 20 minutos nos queríamos ir a casa», reconoce Bohdan. Las autoridade­s polacas los dirigieron al recinto ferial de Dorwar y allí conocieron a Fátima y Alberto, voluntario­s que condujeron durante dos días y 3.000 kilómetros para descargar suministro­s en Varsovia y ofrecer traslado a Madrid. «Nos salvaron la vida», afirma Bohdan.

El viernes, la hermana de Fátima, Isabel Vélez, recibió a los cuatro con un cartel en ucraniano: «Bienvenido­s a casa». El hogar está repleto, ya son cinco hijos y dos basset hound. El martes por la tarde, los mayores, Pepo y Alfonso, pateaban un balón con Heorhii, el pequeño sonriente, de ojos achinados y azules. «Creo que él entiende todo lo que ha pasado, ha escuchado el ‘boom’», señala Ruslana. «¿Estabas asustado?», le pregunta, y el niño asiente. «Y ahora, ¿estás bien?». Heorhii vuelve a sacudir la cabeza, alegre. Su abuela, Natalia, se anima a hablar: «Quiero dar las gracias a los españoles por ayudar a nuestras madres y niños, porque son el futuro de Ucrania».

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// GUILLERMO NAVARRO Los Echkenko, con su familia de acogida en Madrid

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