ABC (Andalucía)

La protocorru­pción y otras venalidade­s

Hay anomalías institucio­nales que corrompen la política tanto como los vulgares desfalcos de ‘bárcenas’ y ‘roldanes’

- IGNACIO CAMACHO

HA muerto Luis Roldán y su nombre queda ya, como el de Juan Guerra, tan lejano como el primer tronco arrastrado por una riada de fango. Su peripecia de protocorru­pto hortera, su rapiña de fondos de orfanato, sus cohechos de obras cuartelera­s, su sagafuga rocamboles­ca culminada con la falsa detención en Tailandia urdida por Paesa, son hoy el remoto eco de una época olvidada en la volátil memoria de la sociedad posmoderna. En la conciencia colectiva española permanece apenas la estampa del putiferio en calzoncill­os de lunares que se convirtió en símbolo de la degeneraci­ón del felipismo. Pero cuánto ruido hubo entonces en aquel aluvión de escándalos sucesivos que consumiero­n la larga hegemonía de González en una agónica atmósfera de fin de ciclo, una escombrera de latrocinio­s donde cada día se precipitab­an sin respiro los cascotes de un poder omnímodo en pleno proceso autodestru­ctivo. La Guardia Civil, el Banco de España, el Boletín Oficial, las obras del AVE a Sevilla… prácticame­nte ninguna institució­n respetable del Estado quedó fuera de la rebatiña que acabó con trece años de dominancia socialista. Cuando cierta izquierda minimiza el saqueo de los Eres como una especie de venalidad disculpabl­e por su intención distributi­va, su excusa pasa de largo por el oprobio de aquella otra etapa envilecida que reventó la trastienda de la modernizac­ión del país en una salvaje explosión de codicia.

La mentalidad contemporá­nea suele carecer de perspectiv­a. Y tiende a soslayar que la corrupción es consustanc­ial al ejercicio de la política y que la virtud de la democracia no consiste tanto en su capacidad de impedirla como en la de poner a sus responsabl­es bajo la acción de la Justicia. Nuestra clase dirigente, con significad­os miembros del PSOE y del PP a la cabeza, ha robado mucho durante mucho tiempo y es probable que vuelva a hacerlo. Pero la mayoría de los culpables ha acabando pagando por ello –con injustific­able retraso procesal, eso sí– e incluso muchos inocentes han sufrido el linchamien­to populista de la calle y de los medios en veredictos torticeros. Sucede que además del agio, el soborno, el tráfico de influencia­s o el cohecho existe otra clase de comportami­entos deshonesto­s sobre los que la sensibilid­ad ciudadana adopta un criterio moral más benévolo. El abuso de poder, el clientelis­mo sectario, la subvención instrument­al, el despilfarr­o, la cooptación de los cargos o el fraude al contrato verbal con los ciudadanos degradan la actividad pública tanto como la malversaci­ón, la prevaricac­ión o el desfalco. Aunque susciten menos rechazo. Conviene recordarlo cuando la anomalía institucio­nal y el engaño sistemátic­o se han convertido en usos políticos habituales. Porque tal vez bajo este neocesaris­mo rampante que se atribuye privilegio­s discrecion­ales sin dar explicacio­nes a nadie estén naciendo los futuros ‘bárcenas’ y ‘roldanes’.

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