ABC (Andalucía)

Pablo Aguado, la belleza del toreo de sí a la paz y no a la guerra

Maravilla y logra dos orejas bajo la lluvia; Morante corta una en otra ‘juampedrad­a’

- ROSARIO PÉREZ

Más casta se adivinaba en las cabras del Marjal de Peñíscola que en los toros del Castillo de las Guardas. «Otra ‘juampedrad­a’ más», se oía en los palcos. Y no le faltaba a la gente razón: la corrida, vacía de vida y ayuna de fuerza, ni traía noticias de la casta ni de la bravura. Aún así, el santo público aguantó bajo la lluvia paladeando la torería de Morante y Aguado. Del trianero fue el lote de más calidad. ¡Y cómo toreó! Como los ángeles sueñan...

Voló Pablo Aguado el capote en dos verónicas con sevillanía. Ni en una más le permitió lucirse el suelto ejemplar de Juan Pedro, que al menos iba y venía con nobleza. El de Triana parecía sentirse en el patio de su casa y se recreó en unos doblones rodilla en tierra con aroma ordoñista. Colosales. Giraron luego sus pies como agujas de reloj en unos derechazos parsimonio­sos. Las yemas sostenían las telas y acariciaba­n la embestida. Ni una sola violencia. Un gozo. Torerísimo todo, con esa naturalida­d que afianza desde las raíces. Mojaba el agua la arena y su toreo de inspiració­n mojaba el agua. Un romance de otro tiempo deletreó el molinete, coreado como el ayudado por alto y esa trinchera de sí a la paz y no a la guerra. Maravillab­a esa manera tan personal de andarle a Tirano. Un remolino de viento arrugó su muleta, pero no la belleza. Menuda serie dibujó, con ese empaque que cautiva. Hubo otra estampa añeja rodilla en tierra. En blanco y negro. Como los paraguas que cubrían los tendidos. A dos manos remató antes de dejar una estocada algo caída. No importó: el sabor de la torería le aupaba a la gloria con dos orejas.

Nadie se movía de su asiento cuando salió el sexto. Y eso que el aguacero, a esas horas, era tremendo. Se lo agradeció Aguado en el brindis, con un inicio superior por bajo, aguantando el parón de Pirata sobre aquel lodazal. Caía el agua como una bendición para las gentes del campo, trepaban las notas de la banda hasta el tendido del sastre –que se mantenía en las terrazas con sus chubasquer­os– y ascendía la naturalida­d de Pablo con otro toro idóneo para su tauromaqui­a. Pinchó esta vez y no pudo engrosar el marcador. Igual dio: la faena ya había sido.

Torería de La Puebla

Se le cayó la montera a Morante, como se caía el primero, que hincó los pitones en la arena al salir del peto. Ya en el capote se observó que la fortaleza no estaba entre las virtudes de Lírico, rajado en banderilla­s. Pocos esperaban algo, pero el genio de La Puebla le plantó las telas con exquisito trato y a media altura engalanó de temple el ruedo. Tras un cambio de mano espolvoreó la canela de un molinete. Aquella embestida de guiso sin sal la aliñaba el cigarrero de torería. Por aquí el apunte de dos naturales al ralentí, por allá el derechazo de pecho ofrecido y abandono. Morante, con el mérito de sostenerlo en pie, era la poesía de un Lírico sin verso ni ritmo. Enterró una estocada en todo lo alto y paseó una oreja: toda la lentitud de la obra se convirtió entonces en una vuelta al ruedo veloz mientras la lluvia arreciaba.

Se agrietaban las nubes cuando salió el cuarto. Y bajo la cortina de agua enseñó Morante la verónica. No era Rompelinde­s como aquel del Cortijillo de Madrid, ni como ese miura de Pamplona. Claro que a ninguno de sus tocayos les recetaron tan gallistas ayudados. Más fuerza traía el aguacero que el toro, que se movía sin clase y con medio recorrido. Todo lo puso el matador, con entrega absoluta.

Ni su jabonero pelaje tapaba al anovillado segundo, en el que Emilio de Justo quitó por chicuelina­s clavado en el platillo. Rebrincada la movilidad de Rencoroso tras principiar por doblones. Para lucir la arrancada, le dio distancia y cosió derechazos con su aquel. Y eso que el constante cabeceo impedía la limpieza. Descalzo, nacieron dos extraordin­arios, pero al tercer muletazo el animal se defendía, con un peligro sordo que no todos escucharon.

Sin raza ni fuerza

Más presencia portaba el quinto, que brindó a ese público que aguantaba estoico empapado hasta los huesos. No le acompañaba­n la raza ni la fuerza a este toro de Juan Pedro, tónica del conjunto. Un aburrimien­to si no fuera por las pinceladas de la terna, con una actitud irreprocha­ble. Claro que también la podrían haber tenido a la hora de elegir la divisa, un hierro mítico que no parece atravesar su mejor momento visto lo visto ya en anteriores tardes. De Justo le buscó las vueltas con paciencia, mientras los espectador­es comenzaban a perderla y le pedían que lo matara. El extremeño seguía y seguía, pisando el sitio pero sin decir nada con semejante babosa. No fue su día. El triunfo llevaba la firma de Triana, con ese toreo sin aspaviento­s que proclamaba paz frente a la guerra. Sin olvidar las cosas caras de Morante.

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// MANOLO NAVARRO Pablo Aguado, puro sentimient­o rodilla en tierra

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