Arañar la tierra
Lo verde ignoro si empieza en los Pirineos o cristaliza en Bruselas, pero que nos cuesta un ojo, un riñón, un pulmón, resulta evidente
LO repetiré una vez más para que no existan dudas: le tengo tanto respeto a la naturaleza, a la campiña, a los bosques, a los ríos, a los charcos, a los barrancos, a las praderas, al hermano cactus, al hermano lobo, al abuelo de Heidi deslizándose sobre una alfombra de verde hierba e incluso a la venerable barba blanca del abuelo de Heidi, en fin, que jamás visito esos espacios de paisajes inolvidables y trinos de pájaros que atraen a senderistas y otras tribus que gozan al contactar con la plenitud campestre. Además, ¿y qué hago yo en esos lugares si cualquier bicho me da miedo o me provoca repugnancia? Asfalto, soy animal de asfalto y bache.
Pero desde el respeto, llegados a este punto en el cual andamos todos algo descalabrados, si es verdad que en España, al aplicar la técnica del ‘fracking’, podríamos disponer de suficiente gas para nuestro consumo y también para revenderlo ganando así un bonito dinero que aliviaría esas nuestras penurias de otros ámbitos, estoy a favor del dichoso ‘fracking’. Vale, erosionamos un poco unas hectáreas de medio ambiente, arañamos un tanto unas cuantas parcelas de terrenos y, a lo mejor, quebramos algo el ecosistema de un páramo donde los alacranes bailan claqué nocturno y las arañas se arrancan folclóricas taconeando algún baile regional. Pero me parece, llámenme egoísta, o tipo demasiado práctico, o desalmado, o lo que prefieran, que los beneficios superan los perjuicios y que no están los tiempos para quijotismos. Sé bien que ‘fracking’ suena a perversión sexual innombrable clasificada triple X. Serpentean a nuestra vera movimientos ecologistas y culebrosos de pachamama, pachapapa y pachabuela, sin duda fertilizados por el buenismo europeo, que tratarían de impedir nuestras perforaciones, pero algo tendremos que descubrir o discurrir para no depender siempre del prójimo. Lo verde ignoro si empieza en los Pirineos o cristaliza en Bruselas, pero que nos cuesta un ojo, un riñón, un pulmón y los doblones de nuestra faltriquera, resulta evidente.