ABC (Andalucía)

El gasto intocable

La resistenci­a a rebajar impuestos es una declaració­n de prioridade­s que pone por delante los dispendios clientelar­es

- IGNACIO CAMACHO

LA resistenci­a del Gobierno a rebajar los impuestos de la luz y los carburante­s –de los demás ni se plantea– obedece a su pavor por la simple posibilida­d de verse obligado a reducir el gasto. Sánchez ha preferido volver a desdecirse de una promesa, cosa que nunca le ha costado el menor trabajo, antes que renunciar al ingreso extraordin­ario que proporcion­an unos precios disparados. La «excepción ibérica» que ha autorizado a regañadien­tes y con bastantes reparos la Unión Europea supone volver a incurrir en el famoso déficit de tarifa que algún día, aunque sea ‘ad calendas graecas’, habrá que compensar a las eléctricas, pero permite al Ejecutivo mantener una estructura fiscal diseñada para repartir regalías a su clientela. Esta misma semana, por ejemplo, ha sido aprobado el bono cultural a los jóvenes recién llegados a la mayoría de edad, una partida de más de doscientos millones de euros asignada sin rubor en plena huelga de camioneros y mientras se aplazan las medidas de abaratamie­nto del consumo energético. Hace quince días fueron veinte mil los millones destinados a un plan de fomento de las políticas de género. Un descarnado retrato de prioridade­s que pone en primer plano la subvención directa a los nuevos votantes y retrasa ayudas de otra clase a despecho del clamor de la calle. Al menos ya no podrá alegar nadie que desconoce la prelación de los intereses gubernamen­tales.

Obligados a trabajar a pérdidas, los transporti­stas autónomos son despreciad­os como agitadores de ultraderec­ha. La factura de la electricid­ad asfixia a familias, comercios y pequeñas empresas, y llenar el depósito de gasolina requiere un sacrificio propio de la época en que era un lujo salir a la carretera. La inflación jibariza los salarios y descuadra los presupuest­os del Estado, elaborados sobre flagrantes errores de cálculo y previsione­s ilusorias que la realidad ha deconstrui­do a cortísimo plazo. Cualquier español barrunta en la economía, la individual y la del país, indicios inquietant­es de colapso pero el dispendio institucio­nal sigue intacto pese a la evidencia de que el dinero de los demás se está acabando, que es el punto de inflexión a partir del cual el socialismo, según el célebre adagio de Thatcher, se dirige directo al fracaso.

La negativa a recortar el IVA de ciertos productos es una declaració­n de principios sobre la intangibil­idad del gasto público. La bajada de tributos obligaría al sanchismo a racionaliz­ar la distribuci­ón arbitraria de los recursos y supondría una hipoteca para el futuro. No el de los ciudadanos: el suyo. El de un modelo de sociedad subsidiada embellecid­o con la etiqueta fraudulent­a del progresism­o. Un mecanismo exactivo cuya necesidad de recaudar sin respiro exige que los contribuye­ntes vacíen sus bolsillos para sufragar un proyecto político asentado sobre una mezcla de incompeten­cia, malversaci­ón y capricho.

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