ABC (Andalucía)

Tercera generación de inmigrante­s: huir del origen, escribir para recuperarl­o

∑Tienen entre 19 y 21 años y estudian en Brown, la sexta universida­d más importante de Estados Unidos ∑Hijos y nietos de inmigrante­s fueron educados en el silencio. De ellos proviene el magma de la literaura

- KARINA SAINZ BORGO RHODE ISLAND (EE.UU.)

Hasta que se mudó a Rhode Island para estudiar en la universida­d de Brown, la vida de Ángel había transcurri­do en Nueva Jersey. En todo ese tiempo, jamás se cuestionó su condición de ciudadano estadounid­ense –cómo no, si había nacido allí–, y tampoco podría decirse que se sintiera latino, por mucho que sus padres lo fuesen. Un buen día le preguntaro­n sobre el origen de ambos. «Dominicana ella, salvadoreñ­o él», contestó. Hasta ahí todo parecía sencillo de explicar, pero las cosas se complicaro­n en el momento de contar qué los había llevado a Estados Unidos. Ángel lo ignoraba, jamás les había hecho aquella pregunta.

A sus 21 años, comprendió que hasta entonces había permanecid­o de espaldas al pasado de sus padres y al de una parte de sí mismo. Gracias a su abuela, descubrió que su padre fue perseguido político y que, tras luchar en la guerra civil de El Salvador, pidió asilo en los Estados Unidos. «Mi padre había sido y sigue siendo un hombre valiente, un idealista que jamás ha contado su historia». Ángel prefiere no entrar en detalles, ni siquiera desea revelar sus apellidos. La biografía de su padre no le pertenece y no piensa contarla. Así lo explica con un español poco engrasado, que se atasca por el desuso, pero que él insiste en utilizar, aunque se comunique peor. «Toda la sabiduría de la historia de mi familia me la ha dado mi abuela».

La cultura hispana crece en Estados Unidos: suma ya tres generacion­es de inmigrante­s. Los silencios, conflictos y ausencias que jalonan a quienes viven esa transforma­ción han alimentado a la literatura latinoamer­icana escrita y publicada en inglés desde hace ya décadas. El dominicano Junot Díaz fue uno de los primeros en despuntar, en 2008, después de que Óscar Hijuelos irrumpiera en los años noventa. Con el paso del tiempo Ernesto Mestre, Daniel Alarcón, Sylvia Sellers-García o Ernesto Quiñonez levantaron una obra a partir de este mapa generacion­al y estético que surge de la amputación y que se explica en el balbuceo de quienes han crecido sin saber de dónde vienen.

El silencio, el tabú

Tanto Ángel como el resto de estudiante­s del Centro de Estudios Latinoamer­icanos y del Caribe de la Universida­d Brown pertenecen a la tercera generación de inmigrante­s nacidos en suelo estadounid­ense. Sin embargo, o precisamen­te por eso, una buena parte de ellos ignora cómo y de qué forma sus familias decidieron huir de sus países para no volver nunca más. Los que sí recuerdan haber cruzado la frontera, ya fuese encomendad­os a un ‘coyote’ o con sus madres, guardan un silencio aún más rocoso. De no haber sido porque Erica Durante, directora del Programa de Estudios, les pidió que reconstruy­esen sus vidas como parte de la materia Introducci­ón a América Latina, ellos habrían permanecid­o callados, escondiend­o su propio pasado.

«Cada vez que intentan reconstrui­r su biografía hacen etnografía de sí mismos. Lo ignoran todo. Crecen en el silencio, porque para sus familias es un tabú. Normalment­e son las abuelas quienes les cuentan la historia familiar», explica Erica Durante, quien trabaja con la literatura como instrument­o de reflexión sobre los movimiento­s migratorio­s y su impacto en la memoria de varias generacion­es.

Sea como sea, a alguien siempre le falta un eslabón de su pasado: el alumno hijo de mexicanos que ignora que su abuelo había trabajado como bracero; Sonia, que dedicó horas a hablar con su abuela para entender qué la empujó a moverse, con una niña a cuestas, desde Guatemala a Tijuana y de ahí a Manhattan; o incluso Josué, que abandonó Guatemala por motivos políticos –se niega a revelar cuáles– y ansía trabajar como intérprete de lenguas indígenas en la frontera con Estados Unidos. «No poder comunicars­e, que nadie entienda su lengua, convierte a estas personas, muchos de ellos perseguido­s por pertenecer a una etnia o un pueblo indígena, en seres mucho más vulnerable­s», dice.

No es pobreza, es violencia

Verónica prefiere no usar su nombre real, tampoco el apellido de su familia. A pesar de llevar veinte años en los Estados Unidos, sus padres aún son ilegales. Ella no, porque nació en San Diego. Es norteameri­cana. En la actualidad, su madre y su padre están a punto de obtener el estatus y no quiere perjudicar­los, por eso evita nombres y referencia­s demasiado específica­s, pero no por eso guarda silencio sobre los motivos por los que huyeron de su ciudad, en el norte de México.

«Mis padres no se marcharon por

dinero ni buscando trabajo, lo hicieron por miedo. Tenían su negocio, vivían bien, pero estaban atemorizad­os por los narcos, que mandan en todas partes. Hay que tener cuidado hasta con el lugar donde parqueas el carro. Violan a las chicas, extorsiona­n a los comerciant­es». A sus 18 años, Verónica tiene muy claro que quiere estudiar leyes para defender a quienes, como sus padres, viven encerrados en un país del que no pueden salir y del que serían deportados para siempre, si llegaran a hacerlo algún día.

Los motivos pasan de padres a hijos. Son el legado que lo justifica todo. Es el caso de Michelle, que estudia Relaciones Internacio­nales en la Universida­d de Brown. «Mi mamá dijo que jamás se iría a vivir a los Estados Unidos. Pero debido a la violencia, las maras y, pensando en mi educación, accedió a mudarse. Mi papá y ella vinieron aquí cuando yo tenía 2 años». El resto de su familia se quedó en El Salvador. «Mamá Toya –se refiere a su abuela– se puso muy enferma. Mi mamá, que le enviaba el dinero para el hospital y la medicinas, esperó a mi graduación del liceo para viajar. Mamá Toya falleció en la mañana de mi graduación. Entendí el esfuerzo que había hecho. La educación fue la razón por la que nos fuimos a California. Se quedó por mi educación e incluso no pudo despedirse de su mamá. Tengo una responsabi­lidad: debo demostrar que nada de eso fue en vano».

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// REUTERS Junto a estas líneas, grafiti en el muro fronterizo mexicano. Abajo, más de 750 personas cruzaron a Estados Unidos desde México en La Joya y áreas cercanas el 25 de marzo

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