ABC (Andalucía)

Del fútbol y los paletos

Cornellá y las banderas españolas son la prueba de que el corazón no miente

- MANUEL MARÍN

Lo habitual era que España no estuviese presente en Cataluña o en el País Vasco. Nos han educado en esa falsa naturalida­d. Por aquello de no ofender, de no molestar, por no irritar. Por la estupidez política de no provocar porque nos han inoculado que así se apacigua al nacionalis­mo, y que si envías a la selección nacional de fútbol a jugar en Barcelona o Bilbao, el conflicto sería inasumible. Es mejor tragar, más fácil. Lo cómodo era ocultarse, optar por otra ciudad mansurrona, esconder la bandera, renunciar al orgullo y agazaparte, no fuera a ser que la superiorid­ad moral del antiespaño­l se movilizase contra la provocació­n de cualquier exaltación nacional que dañase su retina. Nos vetaron un sentimient­o para no herir otro, como si la libertad fuese un embudo o una bandera de convenienc­ia.

Nos acomodamos al cinismo de renunciar a una parte del territorio sin renunciar a él. Nunca fue por motivos de seguridad, ni por evitar disturbios y ofensas gratuitas a esa deidad superior que es el nacionalis­ta. Fue una dejación moral, una cesión indigna, una renuncia acomplejad­a, la que nos evitaba el placer de ver un estadio en Barcelona, como Cornellá el otro día, repleto de banderas españolas, ‘loleando’ el himno nacional y enorgullec­iéndose de que al menos durante noventa minutos la coacción de los que ganan siempre se quedase fuera, a las puertas del estadio, crepitando con su odio y supurando supremacis­mo. Durante noventa minutos, un trozo de Barcelona se vistió de Sevilla, o de Madrid, o de Valencia, por más que les pese a los cronistas que despreciar­on al público escribiend­o que «la colonia española muy numerosa que reside en Cataluña» disfrutó con su equipo. Como los peruanos con el suyo. No. No es ofensivo. Es solo una paletada, de paletos, para echarse unas risas. De cuando en las redaccione­s o en los bares aledaños brotaba el güisqui para calentar la crónica beoda del día.

Nunca hubo más motivo para renunciar a la identidad, para capar un cierto sentido del orgullo, que el de facilitar las cosas siempre a un separatism­o periférico que transforma sus propios complejos en desprecio. Cuando España renuncia a ser España es porque deja de quererse a sí misma. Y han sido lustros. Alguien se ha engañado y nos ha engañado. ¡En Barcelona hay españolazo­s que presumen de serlo! Pero tanto manosearon la mentira que la creímos desviando la mirada, como una rutina. Cornellá, con su fondo norte y su fondo sur envueltos en un cachondeo patrio de fervor, natural, espontáneo y sin impostura es la prueba de que el corazón no miente cuando palpita.

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