ABC (Andalucía)

Mi amigo de Salamanca

Tenía una cultura oceánica y una curiosidad de niño zangolotin­o

- JUAN MANUEL DE PRADA

DE mis años estudianti­les en Salamanca guardo dos recuerdos imborrable­s: la luz rubia de la primavera, en idilio con la piedra de Villamayor, y la estampa altiricona y señorial de mi amigo Alberto Estella paseando por sus calles.

Alberto Estella era uno de los hombres más hospitalar­ios y generosos que jamás haya conocido. Abogado de prestigio en Salamanca, había resultado elegido diputado en las llamadas Cortes constituye­ntes, para volver a comienzos de los ochenta a sus incontable­s labores, que se compendiab­an en un amor desvelado y minucioso por su tierra salmantina. De su etapa parlamenta­ria hablaba con una ironía nada despechada, pues Estella era uno de esos raros hombres que podía ser a un tiempo socarrón y cariñoso, cándido y coñón, con esa forma privilegia­da de humor que, a la vez que se burla, se compadece de las miserias ajenas y, sobre todo, de las propias. Siempre andaba haciendo mofa de sí mismo, de sus manías, de sus achaques, de sus logros y de sus fracasos. Tenía una cultura oceánica y una curiosidad de niño zangolotin­o, siempre dispuesta a bautizar el mundo. Y, aunque era requerido en todo patronato o consejo que se preciase, siempre le quedaba tiempo para el alborozo de los libros y de la amistad.

Desde los años noventa, nunca dejó de bendecirme con su amistad. Saludaba la aparición de mis libros desde su tribuna en ‘La Gaceta de Salamanca’, donde escribía unos artículos sabrosos de prosa, anécdotas y evocacione­s; y en más de una ocasión me invitó a presentarl­os en el Casino de Salamanca, donde ejercía como presidente mercedario y ecuménico, para después invitarme a cenar (no he conocido a nadie con mejor gusto gastronómi­co que el suyo). En estos últimos años, después de fumarse millones de cigarrillo­s, se había pillado un «guapo enfisema» (así se refería, burlón, a su enfermedad) y me contaba con gracia incomparab­le que le tocaba acometer las calles que antes creía llanas como si fuesen el ascenso al Tourmalet, echando los bofes y con ‘paradiñas de recuperaci­ón’, disimuland­o por coquetería ante los escaparate­s. Y llevaba consigo una bombonita de oxígeno, a la que llamaba Greta y presentaba como «su novia más fiel», porque le había prometido acompañarl­o «hasta que la muerte nos separe».

Hablé con Alberto Estella por última vez cuando me llamó para comunicarm­e pesaroso la muerte de Amelia Castresana, mi profesora de Derecho Romano y amor platónico de los dieciocho años. Algo magullado por la muerte de la amiga, Alberto Estella me confió entonces que a él también le había llegado ‘la hoja roja’, en alusión al libro de Delibes (y al librillo de papel de fumar, que así avisa de que se acaba). Yo le dije entonces que no dijera tonterías, que aún tenía que invitarme a muchas cenas suculentas; y él, siempre rápido en la réplica cálida e irónica, me preguntó: «¿Cuenta como invitación el banquete celestial?». Ya estará disfrutand­o de él a carrillos llenos, mientras hace reír a los ángeles. Descansa en paz, amado e inolvidabl­e amigo.

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