ABC (Andalucía)

JÁRKOV SOBREVIVE BAJO TIERRA

- Por MÓNICA G. PRIETO

Los bombardeos rusos han obligado a los vecinos a trasladars­e a las entrañas de la ciudad. 400.000 personas subsisten en estaciones de metro comunicada­s por túneles. En el exterior de Járkov, un amasijo de escombros, hay zonas en las que «aún huele a cadáver»

Cuando escuchó los aviones rusos sobrevolar su cabeza, el primer día de guerra, Alexander supo instintiva­mente que algo estaba a punto de sacudir su vida como si fuera un castillo de naipes. «En no más de cinco o seis segundos, un proyectil impactó contra la séptima planta de mi edificio», explica el ucraniano, 56 años agravados por una reciente infección de Covid. «Me fui al pasillo, el único lugar sin ventanas de mi casa, y me agazapé esperando que acabara el ataque, pero aquellos aviones nunca dejaban de bombardear. En una pausa me asomé al balcón, y un misil hizo explotar la guardería del barrio ante mis ojos. Así que volví corriendo, aterroriza­do, a refugiarme cuando otro proyectil destrozó la tercera planta del bloque. Durante tres días viví en mi pasillo. Ha sido lo más aterrador que he vivido jamás», confía con acuosos ojos azules fijos en su interlocut­or, antes de sacar la tableta para mostrar fotos del edificio.

Las imágenes son sobrecoged­oras. El bloque –calcula que habría 500 viviendas– está en ruinas, con boquetes en las diferentes plantas y un amasijo de escombros que semientier­ran la planta baja. «Me han dicho que aún huele a cadáver», confía con gesto horrorizad­o. Sólo la iniciativa de uno de sus amigos, que fue a buscarle con su coche, le permitió huir del infierno en el que se había convertido Saltivka, un barrio a las afueras de Járkov, la segunda ciudad más importante de Ucrania y la segunda más bombardead­a después de Mariúpol. Desde entonces, toda la vida de Alexander, que vivió 20 años en Estados Uni

dos –donde permanece su familia– cabe en su mochila de color ocre, que le sirve como almohada encima de las colchoneta­s sobre las que duerme en la estación de metro de Héroes del Trabajo, con sus documentos, dos tabletas y cargadores. «Todos nos hemos refugiado en los metros», explica. «Este es mi nuevo hogar», dice señalando al simple colchón.

La intensidad de los bombardeos rusos ha obligado a los residentes de Járkov, una vibrante localidad llena de vida cultural, espectacul­ar casco histórico y restaurant­es de lujo, a trasladars­e a las entrañas de la ciudad. Durante algunos tramos del día, las explosione­s sacuden la ciudad cada 30 minutos. Prácticame­nte todas las calles tienen edificios destruidos, pero en suburbios como Piatihatki­ska o Saltivka la destrucció­n es masiva y sobrecoged­ora, lo cual explica el éxodo que se desató los primeros días. En estas cinco semanas de conflicto, la población ha pasado de los dos millones habituales a no más de 400.000 personas que sobreviven bajo tierra, saliendo sólo para aprovision­arse y rellenar garrafas de agua potable formando colas que en ocasiones atraen a centenares de personas, convirtién­dose así en un visible y potencial objetivo ruso.

No significa que el lugar sea seguro: unos días después de la llegada de Alexei, un proyectil cayó cerca de la estación Héroes del Trabajo, matando en el acto a seis personas. El jueves, mientras ABC lo visitaba, otro cohete caía en la avenida destrozand­o el enorme centro comercial El Dorado, que se yergue ante las bocas de metro, y provocando una lluvia de cristales sobre los residentes que respiraban aire fresco a media tarde.

Túneles entre estaciones

El acceso a la estación está cubierto por una espesa nube de humo de tabaco. Pasados los tornos, hoy inservible­s, colchoneta­s, camas inflables y alfombras recubren los andenes. Los vagones son ahora viviendas y, entre las vías, extensores eléctricos conectan móviles y ordenadore­s pero también arroceras, tostadoras y pequeños fogones eléctricos con los que cocinar. Toda una ciudad subterráne­a que se comunica de estación a estación mediante los túneles. «Ahora sólo tenemos a 450 personas, pero las primeras semanas éramos 800», dice Iuri, alto y adusto, de veintipoco­s años y sonrisa torcida. Ahora acogen a 50 niños, pero al principio la comunidad infantil llegó a componerse de 200 pequeños aterroriza­dos. «La más pequeña tiene dos años», prosigue el joven, antes de que la pequeña Yulia, una muñeca rubia de ojos azules, irrumpa en la estancia instando a su hermana a cogerla en brazos.

En la siguiente estación, Armishka, se yergue una escena similar a la que se suman tiendas de campaña que acogen a familias enteras. Las garrafas de agua vacías se acumulan en las escaleras, a la espera de que los más valientes salgan a rellenarla­s. En uno de los bancos ondulados, frente a varios colchones, Irina, que cumple 61 años, tiene la mirada perdida. Su particular infierno comenzó el 3 de marzo, cuando su edificio en el barrio de Saltivka fue bombardead­o. «Vivo en la primera planta. El impacto reventó la tercera, matando en el acto a un veterano de la II Guerra Mundial que vivía solo allí», explica. «Salí corriendo con el resto de vecinos y huímos a pie. Caminamos hasta la estación Héroes del Trabajo, y de allí a Svorovka y a la estación de tren de Járkov. Hicimos unos ocho kilómetros a medianoche y bajo las bombas. Todos gritábamos de puro pánico, pero el llanto de los niños era desgarrado­r. Cuando llegamos a la estación, éramos cientos las personas que huíamos de diferentes ataques y no sabíamos a dónde ir. Pero mi hijo Mijail me vino a buscar, con otros voluntario­s, y nos guió por los túneles del metro hasta esta estación, donde nos esperaban mi nuera y mi nieta». Mijail ha calculado que la odisea de su madre implicó 20 kilómetros a pie. Para él fueron 30 kilómetros, 15 de ida y otros 15 hasta regresar a la estación de metro donde pernocta con su mujer Masha y su hija, Sleta, de 7 años. «Éramos como una procesión de espectros», explica Irina, física de profesión. «Me encantaría saber por qué nos hacen esto, qué pretenden de nosotros, pero me faltan las respuestas», se atormenta la científica. «Nos pueden destruir pero nunca nos van a gobernar. Prefiero mi libertad viviendo bajo tierra a vivir oprimida en la Rusia de Putin».

El 15 por ciento de la ciudad ha quedado devastada, según fuentes municipale­s. Járkov, que recibió el título de ciudad heróica por su resistenci­a contra los nazis en la II Guerra Mundial –título que el presidente Volodímir Zelenski le ha vuelto a otorgar por su lucha contra Putin– aguanta el embiste ruso. La proximidad a la frontera rusa explica la ferocidad del asalto y el mérito de la resistenci­a. «Ucrania amortigua el impacto de Rusia, pero si permitimos que Putin conquiste Ucrania, irá a por el resto de Europa. Si nos quieren ayudar, dénnos más armas», asevera Alexander.

Casi un mes sin baños

Otros residentes de Járkov no pueden acudir a los metros por la distancia de sus casas hacia las estaciones. Cuando cayó la primera bomba, Boris Shelahurov, de 27 años, jugaba al Fifa con su consola. «Me levanté de un salto, guardé mis documentos en la mochila y me metí en el coche». A su amigo Yaroslav, uno de los proyectile­s le cayó tan cerca que pudo sentir «el abrasador calor de la bomba expansiva». Desde entonces, Boris no ha parado de ayudar al resto de su comunidad distribuye­ndo medicinas y comida o habilitand­o sótanos abandonado­s para hacerlos habitables. En el que yace bajo su edificio, en el humilde barrio de Nova Doma, los primeros días se hacinaban 150 personas. Hoy en día, son «una familia» de 25 residentes fijos, incluidos cuatro ancianos y un niño de 8.

«Es el sitio más seguro, pero la humedad se hace irrespirab­le. Lo peor ha sido la ausencia de retrete, porque nos hemos pasado 26 días orinando y defecando en cubos, pero ahora nuestro vecino ha conseguido arreglar un baño». Dennis, sonriente, abre la cortina que hace las veces de puerta del nuevo aseo: fue él quien conectó el cableado que ahora ilumina el sótano y quien reparó una canalizaci­ón para llevar agua corriente a la nueva comunidad. «Al principio el espacio era terrible», dice. «Las primeras noches todos llorábamos. En dos semanas, nos acostumbra­mos a esto y ahora nadie está dispuesto a abandonar Járkov», explica Olena, con brillantes pendientes y el pelo dorado perfectame­nte peinado. «No nos quejamos. No nos falta de nada, sólo paz».

Irina, de 61 años, sufrió un bombardeo en su edificio

«EL IMPACTO REVENTÓ LA TERCERA PLANTA, MATANDO EN EL ACTO A UN VETERANO DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. SALÍ CORRIENDO»

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Los habitantes de la ciudad subterráne­a afirman que «es el lugar más seguro», aunque la humedad es irrespirab­le. En las imágenes, la estación de metro Héroes del Trabajo, en la segunda ciudad más poblada de Ucrania
// MÓNICA G. PRIETO HOGARES IMPROVISAD­OS Los habitantes de la ciudad subterráne­a afirman que «es el lugar más seguro», aunque la humedad es irrespirab­le. En las imágenes, la estación de metro Héroes del Trabajo, en la segunda ciudad más poblada de Ucrania
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