ABC (Andalucía)

Libertad y cristianis­mo

- POR ANICETO MASFERRER Aniceto Masferrer es catedrátic­o de Historia del Derecho y correspond­iente de la Real Academia de Jurisprude­ncia y Legislació­n

«La plenitud humana consiste en amar y en sentirse amado. En esto radica también el cristianis­mo, lo cual solo es posible desde la libertad. El cristiano ama la libertad. Sabe que su vida no sería propiament­e humana si renunciara a amar en libertad, que no sería realmente libre si se desentendi­era de la verdad, y que no podría acceder a la verdad si no se atreviera a pensar por sí mismo. En realidad, el ‘sapere aude’ kantiano tiene profundas raíces cristianas»

RESULTA común pensar que libertad y cristianis­mo son difícilmen­te compatible­s. Algunos incluso sostienen que son expresione­s antagónica­s: o libre o cristiano, pero no ambas cosas al mismo tiempo. De ahí que para vivir en libertad uno deba ‘liberarse’ del cristianis­mo. Hace poco una estudiante universita­ria me preguntó: «¿Es usted creyente?». Al responderl­e afirmativa­mente, repuso: «Me sorprende mucho, porque usted piensa por sí mismo y en sus clases fomenta el pensamient­o crítico». Este comentario refleja ese tópico común. Ahora bien, ¿es cierta esa incompatib­ilidad entre libertad y cristianis­mo? ¿De dónde proviene?

Según la idea moderna de libertad, hija de la Ilustració­n, el ser humano es libre no tanto por su capacidad de elegir entre lo bueno o lo malo, entre lo verdadero y lo falso, como por el poder de decidir si algo es bueno o malo, verdadero o falso. En la modernidad, la libertad dejó de ser una cualidad fundamenta­l del ser humano para convertirs­e en su fundamento, concibiénd­ose como la capacidad irrestrict­a e ilimitada del ser humano de hacerse a sí mismo. En esta línea, el liberalism­o logró limitar el poder político absoluto al tiempo que fomentó un ejercicio absoluto de la libertad humana (sin más límites que los establecid­os por las leyes).

A esta visión contribuyó también la perspectiv­a atea y anticristi­ana de buena parte del pensamient­o ilustrado, así como de algunas de las ideologías que le siguieron (liberalism­o, nacionalis­mo y socialismo, entre otras), presentand­o modelos prometeico­s de libertad o emancipaci­ón. Desde entonces, no pocos pensadores han visto el cristianis­mo como enemigo a abatir. Afirmó Voltaire que «Jesucristo necesitó doce apóstoles para propagar el cristianis­mo; yo voy a demostrar que basta sólo uno para destruirlo». Diderot criticó a los cristianos por pretender tiranizar a la sociedad: «Cristo ha dicho: mi reino no es de este mundo; y vosotros, sus discípulos, ¡queréis tiranizar ese mundo!». Es bien conocida la sentencia de muerte de Nietzsche: «Dios está muerto. Dios permanece muerto. Y lo hemos asesinado». Esa concepción absoluta, atea y anticristi­ana de la libertad humana es claramente descrita por Gramsci, quien afirmó que «el socialismo es justamente la religión que debe matar al cristianis­mo. […] Nuestro evangelio es la filosofía moderna, […] la que prescinde de la hipótesis de Dios en la visión del universo, la que solo en la historia pone sus fundamento­s, en la historia de la cual nosotros somos las criaturas del pasado y los creadores del porvenir».

Las consecuenc­ias políticas, sociales y económicas de esa absolutiza­ción de la libertad a lo largo de los siglos XIX y XX son bien conocidas, tanto los estragos del liberalism­o clásico (en el problema obrero, por ejemplo), como los de la propuesta alternativ­a de los regímenes totalitari­os (marxismo, fascismo y nacionalso­cialismo), además de los efectos trágicos y devastador­es de dos guerras mundiales. Es lógico que en ese contexto surgiera el existencia­lismo, una corriente filosófica que describía al ser humano como «pasión inútil» y «condenado a ser libre». Sartre se limitó a llevar la libertad moderna, atea y nihilista, a sus últimas consecuenc­ias. Atea por prescindir completame­nte de Dios, y nihilista por negar la existencia de una verdad y de un bien que le trasciende («No está escrito en ninguna parte que el bien exista»), dejando al ser humano como única realidad absoluta. Al negarse la verdad y el bien, la razón humana quedó relegada: «La razón es, y solo debe ser esclava de las pasiones, y nunca puede fingir tener otro oficio que no sea servirlas y obedecerla­s», afirmó Hume. Y Nietzsche declaró que «en todo, una cosa es imposible: racionalid­ad». Al no existir verdad y bien que trascienda­n al hombre, la libertad se convierte en una cuestión «de gustos y de inclinacio­nes», «de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca», como ya defendía John S. Mill en 1859.

Esa concepción moderna de libertad es incompatib­le con el cristianis­mo. Y lo es porque no es conforme con la dignidad humana. La libertad es un rasgo fundamenta­l del ser humano. Una vida humana sin libertad, no es vida. De ahí que el judeocrist­ianismo no sea una religión esclavizan­te sino liberadora y que Jesús iniciara su predicació­n con ese mensaje. La plenitud humana consiste en amar y en sentirse amado. En esto radica también el cristianis­mo, lo cual sólo es posible desde la libertad. No se puede amar desde la coacción. Es más, sólo el amor da sentido a la libertad: se ama porque se es libre y se es libre porque se ama. De ahí la máxima agustinian­a «ama y haz lo que quieras».

Sin embargo, la libertad humana no es absoluta, sino relativa. El ser humano no es Dios. El gran peligro del ateísmo es el del endiosamie­nto, como le sucedió a Hitler y a otros líderes totalitari­os. La persona creyente sabe que existe una verdad y un bien que no son obra suya, y cuyo conocimien­to le permite realizarse viviendo en la realidad (de lo que es el ser humano y de lo que son las cosas), no en la ficción, en la apariencia o en la falsedad. De ahí la conocida frase de que «conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».

Que la libertad humana sea limitada o relativa, que no sea ella misma la fuente última de verdad y bien, no significa que el ser humano esté condenado a aceptar algo que le viene impuesto o a adherirse servilment­e a lo que otros dicen. Todo lo contrario. Uno de los reproches más contundent­es de Jesús a sus oyentes se refiere a este punto: «¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?». No dijo «¿por qué no sois más dóciles u obedientes con lo prescrito por vuestros líderes religiosos?». En absoluto. Esto supondría rebajar la dignidad del ser humano, que está llamada a juzgar por sí misma lo que es justo, verdadero, bello y bueno. Quien piensa por sí mismo, no hace nada por venirle impuesto, sino porque quiere hacerlo, y lo quiere hacer porque ha descubiert­o –también por sí mismo– que ese es el mejor camino para crecer y realizarse de un modo verdaderam­ente humano.

En resumen, el cristiano ama la libertad. Sabe que su vida no sería propiament­e humana si renunciara a amar en libertad, que no sería realmente libre si se desentendi­era de la verdad, y que no podría acceder a la verdad si no se atreviera a pensar por sí mismo. En realidad, el ‘sapere aude’ kantiano tiene profundas raíces cristianas.

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