Galdós, ese hombre
No somos muy distintos de Juanito Cruz, Fortunata, Torquemada, Manso, Centeno o Tristana
EL 20 de enero de 1919 se inauguró en El Retiro una estatua por suscripción pública de Benito Pérez Galdós. El escritor canario, que estaba ciego, palpó la obra del joven Victorio Macho con sus manos. Lloró emocionado ante el fervor popular. Un año después, moría en su casa de la calle Hilarión Eslava. Acosado por las deudas, los últimos años de su vida fueron tristes y de penuria material.
He estado releyendo esta Semana Santa ‘Fortunata y Jacinta’, coincidiendo con la aparición de ‘La mirada quieta’, el último libro de Mario Vargas Llosa, en el que rinde un emotivo homenaje a Galdós con su habitual lucidez y brillantez. Justificadamente, Vargas le coloca en el Olimpo de la gran literatura decimonónica junto a Balzac, Zola o Dickens.
‘Fortunata y Jacinta’ es, a mi juicio, la mejor novela en castellano del siglo XIX. Sólo ‘La Regenta’ de Clarín admite comparación. Las dos están escritas casi al mismo tiempo, aunque la publicación de la obra de Clarín precedió en tres años a la de Galdós. Ambas relatan una historia de amor imposible con el trasfondo de aquella España por la que no había pasado la Revolución Industrial.
Por su forma directa y llana de escribir, Galdós fue un escritor infravalorado, pero nadie como él logró crear un gran friso de Madrid a través de decenas de personajes que nos transmiten como era la vida en la capital, agitada por revoluciones y asonadas, pero en el fondo tremendamente inmovilista en sus costumbres.
Quien quiera saber algo sobre nuestro pasado reciente no tiene más que leer los ‘Episodios nacionales’, una crónica prodigiosa, fiel a los hechos, en la que Galdós observa como un entomólogo esa historia dramática que se repite en clave de farsa. Pero lo hace con complicidad y ternura, sin situarse por encima de los demás y sin tomar partido.
Fue diputado republicano y luego se presentó en las candidaturas de la coalición republicano-socialista, pero nunca fue un hombre sectario. Su fama de anticlerical y radical era sencillamente injustificada, un estereotipo que no reflejaba su carácter bondadoso y tolerante.
Si queremos buscar referencias en estos tiempos turbulentos, ahí está él. No es posible separar al individuo de su obra y menos en este caso. Don Benito era un santo laico, un hombre que se compadecía del sufrimiento y anhelaba una España ilustrada y libre. Pero era, sobre todo, un escritor capaz de sumergirnos en el pasado, dotado de una portentosa capacidad de recreación de caracteres y costumbres.
A mí Galdós me ha hecho soñar y reír. Algunos de sus personajes son tan reales como los actuales protagonistas de la vida política y social española. No somos muy distintos de Juanito Cruz, Fortunata, Torquemada, Manso, Centeno o Tristana. Todos ellos viven en nosotros y nosotros en ellos. ¡Qué grande era Galdós!