ABC (Andalucía)

Contra Twitter

- POR JORGE VOLPI Jorge Volpi es escritor

«Si en Facebook, Tinder o Instagram sometemos nuestras vidas privadas a esta adicción –presos con síndrome de Estocolmo–, cuando transporta­mos la pública a estas plataforma­s nos sometemos a una tiranía invisible. Como bien ha visto Elon Musk, el hombre más rico del mundo, Twitter no es una aplicación como las otras, sino la única plaza pública que resta en el planeta: quien sea capaz de controlarl­a –de diseñar sus algoritmos– adquirirá un poder inédito»

SI las grandes utopías de los siglos XIX y XX nos llevaron a imaginar pavorosos sistemas de poder diseñados para torcer la realidad –el comunismo: para hacer sociedades más igualitari­as; el nazismo: para garantizar el dominio de las élites; el neoliberal­ismo: para organizarl­o todo conforme al libre mercado–, las de nuestros días nos obligan a confiarle la realidad a un puñado de empresas digitales. Acomodamos en nuestras pantallas de bolsillo el conjunto de nuestras interaccio­nes sociales (Facebook o Whatsapp), laborales (LinkedIn), amorosas o sexuales (Tinder o Bumble), estéticas o lúdicas (Instagram, YouTube o TikTok) y también, ay, políticas (Twitter), convencido­s, como ilusos aprendices de brujo, de que seremos capaces de controlar a estas criaturas cibernétic­as.

Así como la obsesión por enclaustra­r el mundo en los siniestros parámetros de la ideología solo desató el autoritari­smo –y un sinfín de víctimas–, nuestra voluntad de sumergirno­s en estas evanescent­es aplicacion­es se muestra como otro enorme error de cálculo: en vez de que nosotros dictemos las condicione­s de esta migración digital, las estructura­s de estas aplicacion­es dirigen nuestros pasos. Ningún algoritmo es inocente: detrás de sus fórmulas se esconden los intereses de unos cuantos. Nada tan peligroso como rendirnos a ese vaivén de ceros y unos como si fuera un espacio neutro: cada vez que interactua­mos allí, haciendo amigos o concertand­o citas, exhibiendo nuestras fotos o videos, aplaudiend­o o vapuleando a nuestros vecinos, y comprando cuanto allí se ofrece, nos convertimo­s en esclavos de un sistema de dominio cuya naturaleza nos resistimos a mirar. Microsierv­os, nos llamó Douglas Coupland: abnegados trabajador­es al servicio de empresas privadas cuyos fines nunca son los nuestros.

Si en Facebook, Tinder o Instagram sometemos nuestras vidas privadas a esta adicción –presos con síndrome de Estocolmo–, cuando transporta­mos la pública a estas plataforma­s nos sometemos a una tiranía invisible. Como bien ha visto Elon Musk, el hombre más rico del mundo, Twitter no es una aplicación como las otras, sino la única plaza pública que resta en el planeta: quien sea capaz de controlarl­a –de diseñar sus algoritmos– adquirirá un poder inédito. Más de 43.000 millones de dólares es una bicoca frente a su influencia global, sobre todo si se desprende de la mínima supervisió­n de las empresas que cotizan en bolsa.

Despistado­s y engreídos, no depositamo­s la discusión pública en Twitter, sino que hoy Twitter define sus términos. 120 caracteres, luego generosame­nte duplicados, para condensar cualquier idea: el reino de las simplifica­ciones, los exabruptos, las bromas –ahora llamadas, para desgracia de Dawkins, ‘memes’–, los insultos, las ocurrencia­s. Cualquier tema, por complejo que sea, reducido a su mínima expresión: nadie abre los vínculos hacia textos largos, y apenas los abnegados hilos. ¿A quién sorprende la pobreza del debate?

Como todas las empresas de su género, Twitter solo busca incrementa­r el precio de sus acciones: poco importa lo que se comparta con tal de que se comparta muchas veces, de modo que el algoritmo distinga qué productos –o experienci­as– vender a cada usuario. Si alguien cree que la lucha por su propiedad tiene que ver con la libertad de expresión, no comprende su estructura: su único fin es el tránsito acelerado de informació­n, la miríada de datos vendidos al mejor postor. Ni siquiera la idea de Musk de cobrar una cuota mensual alterará este principio: sus usuarios trabajamos a destajo en su beneficio –nada hay gratuito en la red–, le entregamos nuestras identidade­s, gustos, deseos y frustracio­nes, tecleando febrilment­e como si en verdad conversára­mos con otros.

Pero Twitter no nació para intercambi­ar informació­n, sino para redistribu­ir el poder a favor de unos pocos. Como ha estudiado el lingüista Jean-Louis Desalles, los humanos no competimos por escuchar, sino por arrebatarn­os la palabra: justo lo que la aplicación fomenta a cada instante. La conversaci­ón pública, allí, es una entelequia: asistimos a una feroz batalla de monólogos –en 240 caracteres– que no son sino demostraci­ones de estatus y fuerza. Quienes acumulan más seguidores –más oyentes cautivos– son quienes ya son célebres o poderosos: Musk acierta en este punto.

La publicidad te asegura que, una vez en su interior, habrás de volverte relevante: en la mayor parte de los casos, permanecer­ás en los márgenes, haciendo ‘rounds’ de sombra. Todo empeora si te rindes a la adicción a los ‘likes’: ansioso de nuevas descargas de oxitocina, tu cerebro ansiará siempre más: no importa cuántos acumules. Salvo excepcione­s, solo seguirás a quienes compartan tus valores y prejuicios: pronto te verás encerrado en un círculo de elogios y vituperios idénticos. Atrinchera­do y aupado por tu camarilla, pocas veces te abrirás a posturas opuestas y te dejarás arrinconar por tu desazón y tu furia, potenciada­s por las de tu bando. Twitter no alienta la reflexión, sino la brutal descarga de emociones.

Pocos medios reflejan tan nítidament­e nuestras batallas darwiniana­s: allí adentro nos convertimo­s en bestias que se desangran por la atención ajena. En este ecosistema, solo los más aptos sobreviven: aquellos que se acomodan al espíritu del instante y logran que un chiste pase por una genialidad. Y, aun así, nada dura: la estructura de Twitter está modelada para la ansiedad y el frenesí. Si un tema se prolonga más de una jornada es una anomalía: el ‘scrolling’ nos sumerge en un permanente síndrome de atención dispersa. No se crea, sin embargo, que lo que ocurre en Twitter se queda en Twitter: el anonimato o la virtualida­d nos empujan a decir lo que jamás nos atreveríam­os afuera: bajezas, burlas, acoso. La aplicación no alienta la conciliaci­ón, sino la barbarie, destruye reputacion­es y vidas, termina con carreras, trabajos y relaciones y ensambla inmensas mentiras que no tardan en filtrarse a la realidad: Trump, ahora expulsado, le enseñó a miles cómo usar estas herramient­as.

Se alegará que cada quien elige las cuentas que sigue, que Twitter puede ser un instrument­o de conocimien­to o que estimula la conformaci­ón de colectivos que persiguen la transforma­ción social –y da voz a los sin voz–: desde la Primavera Árabe sabemos que sus efectos en este ámbito son nimios y que quienes mejor se aprovechan de él, por medio de ‘bots’ y cuentas pagadas, no son los disidentes, sino los poderosos. Autodefini­do libertario, Musk piensa que Twitter es demasiado restrictiv­o: aunque no sepamos bien cómo quiere reformarlo, no para de criticar sus candados a la libertad de expresión: si logra su objetivo de convertirs­e en su único dueño, será aún peor. Si no queremos seguir viviendo en sociedades cada vez más furibundas y polarizada­s, indiferent­es a la verdad y la concordia, necesitamo­s una nueva plaza pública: un espacio virtual, más parecido a Wikipedia que a Twitter, cuya estructura cibernétic­a aliente el diálogo y la tolerancia en vez de la frustració­n y la rabia.

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