Contra Twitter
«Si en Facebook, Tinder o Instagram sometemos nuestras vidas privadas a esta adicción –presos con síndrome de Estocolmo–, cuando transportamos la pública a estas plataformas nos sometemos a una tiranía invisible. Como bien ha visto Elon Musk, el hombre más rico del mundo, Twitter no es una aplicación como las otras, sino la única plaza pública que resta en el planeta: quien sea capaz de controlarla –de diseñar sus algoritmos– adquirirá un poder inédito»
SI las grandes utopías de los siglos XIX y XX nos llevaron a imaginar pavorosos sistemas de poder diseñados para torcer la realidad –el comunismo: para hacer sociedades más igualitarias; el nazismo: para garantizar el dominio de las élites; el neoliberalismo: para organizarlo todo conforme al libre mercado–, las de nuestros días nos obligan a confiarle la realidad a un puñado de empresas digitales. Acomodamos en nuestras pantallas de bolsillo el conjunto de nuestras interacciones sociales (Facebook o Whatsapp), laborales (LinkedIn), amorosas o sexuales (Tinder o Bumble), estéticas o lúdicas (Instagram, YouTube o TikTok) y también, ay, políticas (Twitter), convencidos, como ilusos aprendices de brujo, de que seremos capaces de controlar a estas criaturas cibernéticas.
Así como la obsesión por enclaustrar el mundo en los siniestros parámetros de la ideología solo desató el autoritarismo –y un sinfín de víctimas–, nuestra voluntad de sumergirnos en estas evanescentes aplicaciones se muestra como otro enorme error de cálculo: en vez de que nosotros dictemos las condiciones de esta migración digital, las estructuras de estas aplicaciones dirigen nuestros pasos. Ningún algoritmo es inocente: detrás de sus fórmulas se esconden los intereses de unos cuantos. Nada tan peligroso como rendirnos a ese vaivén de ceros y unos como si fuera un espacio neutro: cada vez que interactuamos allí, haciendo amigos o concertando citas, exhibiendo nuestras fotos o videos, aplaudiendo o vapuleando a nuestros vecinos, y comprando cuanto allí se ofrece, nos convertimos en esclavos de un sistema de dominio cuya naturaleza nos resistimos a mirar. Microsiervos, nos llamó Douglas Coupland: abnegados trabajadores al servicio de empresas privadas cuyos fines nunca son los nuestros.
Si en Facebook, Tinder o Instagram sometemos nuestras vidas privadas a esta adicción –presos con síndrome de Estocolmo–, cuando transportamos la pública a estas plataformas nos sometemos a una tiranía invisible. Como bien ha visto Elon Musk, el hombre más rico del mundo, Twitter no es una aplicación como las otras, sino la única plaza pública que resta en el planeta: quien sea capaz de controlarla –de diseñar sus algoritmos– adquirirá un poder inédito. Más de 43.000 millones de dólares es una bicoca frente a su influencia global, sobre todo si se desprende de la mínima supervisión de las empresas que cotizan en bolsa.
Despistados y engreídos, no depositamos la discusión pública en Twitter, sino que hoy Twitter define sus términos. 120 caracteres, luego generosamente duplicados, para condensar cualquier idea: el reino de las simplificaciones, los exabruptos, las bromas –ahora llamadas, para desgracia de Dawkins, ‘memes’–, los insultos, las ocurrencias. Cualquier tema, por complejo que sea, reducido a su mínima expresión: nadie abre los vínculos hacia textos largos, y apenas los abnegados hilos. ¿A quién sorprende la pobreza del debate?
Como todas las empresas de su género, Twitter solo busca incrementar el precio de sus acciones: poco importa lo que se comparta con tal de que se comparta muchas veces, de modo que el algoritmo distinga qué productos –o experiencias– vender a cada usuario. Si alguien cree que la lucha por su propiedad tiene que ver con la libertad de expresión, no comprende su estructura: su único fin es el tránsito acelerado de información, la miríada de datos vendidos al mejor postor. Ni siquiera la idea de Musk de cobrar una cuota mensual alterará este principio: sus usuarios trabajamos a destajo en su beneficio –nada hay gratuito en la red–, le entregamos nuestras identidades, gustos, deseos y frustraciones, tecleando febrilmente como si en verdad conversáramos con otros.
Pero Twitter no nació para intercambiar información, sino para redistribuir el poder a favor de unos pocos. Como ha estudiado el lingüista Jean-Louis Desalles, los humanos no competimos por escuchar, sino por arrebatarnos la palabra: justo lo que la aplicación fomenta a cada instante. La conversación pública, allí, es una entelequia: asistimos a una feroz batalla de monólogos –en 240 caracteres– que no son sino demostraciones de estatus y fuerza. Quienes acumulan más seguidores –más oyentes cautivos– son quienes ya son célebres o poderosos: Musk acierta en este punto.
La publicidad te asegura que, una vez en su interior, habrás de volverte relevante: en la mayor parte de los casos, permanecerás en los márgenes, haciendo ‘rounds’ de sombra. Todo empeora si te rindes a la adicción a los ‘likes’: ansioso de nuevas descargas de oxitocina, tu cerebro ansiará siempre más: no importa cuántos acumules. Salvo excepciones, solo seguirás a quienes compartan tus valores y prejuicios: pronto te verás encerrado en un círculo de elogios y vituperios idénticos. Atrincherado y aupado por tu camarilla, pocas veces te abrirás a posturas opuestas y te dejarás arrinconar por tu desazón y tu furia, potenciadas por las de tu bando. Twitter no alienta la reflexión, sino la brutal descarga de emociones.
Pocos medios reflejan tan nítidamente nuestras batallas darwinianas: allí adentro nos convertimos en bestias que se desangran por la atención ajena. En este ecosistema, solo los más aptos sobreviven: aquellos que se acomodan al espíritu del instante y logran que un chiste pase por una genialidad. Y, aun así, nada dura: la estructura de Twitter está modelada para la ansiedad y el frenesí. Si un tema se prolonga más de una jornada es una anomalía: el ‘scrolling’ nos sumerge en un permanente síndrome de atención dispersa. No se crea, sin embargo, que lo que ocurre en Twitter se queda en Twitter: el anonimato o la virtualidad nos empujan a decir lo que jamás nos atreveríamos afuera: bajezas, burlas, acoso. La aplicación no alienta la conciliación, sino la barbarie, destruye reputaciones y vidas, termina con carreras, trabajos y relaciones y ensambla inmensas mentiras que no tardan en filtrarse a la realidad: Trump, ahora expulsado, le enseñó a miles cómo usar estas herramientas.
Se alegará que cada quien elige las cuentas que sigue, que Twitter puede ser un instrumento de conocimiento o que estimula la conformación de colectivos que persiguen la transformación social –y da voz a los sin voz–: desde la Primavera Árabe sabemos que sus efectos en este ámbito son nimios y que quienes mejor se aprovechan de él, por medio de ‘bots’ y cuentas pagadas, no son los disidentes, sino los poderosos. Autodefinido libertario, Musk piensa que Twitter es demasiado restrictivo: aunque no sepamos bien cómo quiere reformarlo, no para de criticar sus candados a la libertad de expresión: si logra su objetivo de convertirse en su único dueño, será aún peor. Si no queremos seguir viviendo en sociedades cada vez más furibundas y polarizadas, indiferentes a la verdad y la concordia, necesitamos una nueva plaza pública: un espacio virtual, más parecido a Wikipedia que a Twitter, cuya estructura cibernética aliente el diálogo y la tolerancia en vez de la frustración y la rabia.