La esencia del mal
Autoridad-Deber-Patria, en nombre de esos tres principios se cometieron algunos de los crímenes más horrendos
SOSTIENE San Agustín que la esencia del mal es la ausencia de bien. Eso significa que somos malos cuando no somos buenos. El hombre cruel es aquel que no es compasivo. Como ando justo de luces, siempre me ha costado entender esa enseñanza agustiniana. Hay algo en ella que me chirría. Acabo de leer la autobiografía que Rudolph Hess escribió en Nuremberg en marzo de 1947, reeditada por Arzalia con motivo del 75 aniversario de su ejecución, y no he dejado de preguntarme en cada página si el santo de Hipona hubiera mantenido su tesis ante la contemplación del horror que destila el relato del comandante de Auschwitz. Hess fue uno de los máximos criminales que jamás hayan existido. En 1941 recibió la orden de convertir el campo en un centro de exterminio y aceptó el encargo sin pestañear. Para él, cualquier directiva procedente de la autoridad era buena por naturaleza y debía ser cumplida sin dilación. Así que, en su fuero interno, él creía que su deber era gasear judíos para liberar a Alemania de sus enemigos. Autoridad, Deber y Patria. En nombre de esos tres principios se cometieron –y me temo que se siguen cometiendo, si repasamos la conducta de los soldados rusos en Ucrania– algunos de los crímenes más horrendos en la historia de la Humanidad. Hess no solo dejó de ser compasivo con sus prisioneros. Ejecutó acciones esencialmente perversas. «En la primavera de 1942 llegaron los primeros convoyes de judíos destinados a ser exterminados sin excepción (…). Los hombres se desnudaron en una antecámara y franquearon tranquilamente el umbral. Se les había dicho que los iban a despiojar. Algunos, exaltados por la sospecha, comenzaron a hablar de asfixia. El pánico se apoderó del convoy (…). Muchas mujeres intentaron ocultar a sus hijos entre la ropa. Los niños lloriqueaban, pero una vez calmados por sus madres entraban en las cámaras, bromeando entre ellos, con un juguete en las manos (…). Algunas mujeres, ya conscientes de su destino, todavía hallaban fuerzas para tranquilizarlos (…). Otras lloraban hasta partir el alma: aullaban, se arrancaban los cabellos y gesticulaban como locas. Tuvimos que cogerlas rápidamente, llevarlas detrás de la casa y pegarles un tiro en la nuca (…). Por fin, las puertas se cerraron y el gas empezó a salir (…). Lo que al principio eran gritos aislados se convirtió en un alarido general (…) Las dos puertas se abrieron al cabo de unas horas y fue entonces cuando vi por primera vez los cuerpos amontonados de los muertos (…). Sobrecogido de piedad, habría preferido desaparecer, pero no me estaba permitido manifestar la menor compasión (…) Debo confesar que esos escrúpulos, al fin y al cabo tan humanos, adoptaban en mi interior el aspecto de una traición al Führer». Primo Levi, superviviente de Auschwitz y prologuista del libro, sostiene que su lectura demuestra a qué puede conducir una ideología que se acepta con la radicalidad con que lo hacen los extremistas. Pincho de tortilla y caña a que en esta ocasión San Agustín estaría de acuerdo.