Matar a Elon Musk
«En lugar de decir que no quieren a Elon Musk como dueño de Twitter porque va a impedir que la ‘cultura de la cancelación’ continúe maniatando las redes, es decir que se siga censurando a innumerables personas que sin violar la ley pretenden expresarse con libertad, utilizan argumentos especiosos contra él. Preguntan: ¿por qué no destina ese dinero más bien a combatir la pobreza? Pregunto yo: ¿por qué no piden lo mismo a los socios que lo van a recibir por venderle Twitter?»
PODRÍA escribirse un tratado sobre la psicología del fascismo contemporáneo con sólo analizar las reacciones que ha producido la decisión de Elon Musk, el excéntrico cincuentón dueño de Tesla, la empresa fabricante de automóviles eléctricos, de adquirir Twitter por 44.000 millones de dólares y convertirla en una empresa no cotizada. Debemos agradecer a Musk que haya hecho salir de sus madrigueras, como si fuera una trampa de ratones, a los tartufos que escondían su odio a la libertad detrás de justificaciones falsamente moralizantes.
Empiezo por decir que nada me atraía especialmente del personaje hasta ahora, y tampoco de Tesla: aunque ya está fabricando un millón de coches eléctricos al año, no me he animado a comprar acciones en la Bolsa porque no tengo claro cuánto tiempo podrá seguir siendo líder en una industria crecientemente competitiva y porque el precio al que cotizan es tan desproporcionado, unas setenta veces los beneficios del negocio, que recuperar el dinero invertido tardaría casi una vida a menos que el crecimiento de las ganancias, año tras año, fuera sideral, lo que, por la razón mencionada, parece optimista.
Pero es imposible no tener simpatía por lo que acaba de hacer. Mejor dicho, provocar: un alud de reacciones furibundas contra su decisión de comprar Twitter para ampliar la libertad de expresión. Todo ello salpicado de no poca ironía, pues los ataques le vienen por su izquierda a pesar de que él ha estado siempre a la izquierda de los conservadores y ha dedicado años a una causa, la energía renovable, que, aunque no es exclusiva de la izquierda, es precisamente la siniestra la que ha hecho más por apropiársela.
Se le calculan a Musk, el hombre más rico del mundo, unos 255.000 millones de dólares, cifra superior a la economía de Portugal o Nueva Zelanda. Está pagando por Twitter casi la quinta parte de su fortuna (en parte con dinero propio y en parte con un préstamo garantizado por su patrimonio), lo que significa que se juega mucho de su pellejo. Ha explicado que pretende contribuir a ampliar la libre expresión a través de esta red social que, según él, representa hoy la ‘plaza pública’ donde se debaten cuestiones esenciales para la humanidad. Ha anunciado que quiere relajar los criterios de Twitter para censurar a los usuarios, de manera que «todo lo que no suponga una amenaza creíble o una incitación eficaz a la violencia quedará amparado por las nuevas normas de moderación», pues él está «en contra de la censura que va mucho más allá de las leyes». Se propone eliminar las cuentas que no pertenecen a seres humanos, los llamados ‘Bots’ (sistemas automatizados que simulan ser de personas físicas y se emplean para mentir o agredir), y convertir en abierto y transparente el algoritmo mediante el cual Twitter identifica las cuentas de quienes violan sus normas para que el debate público contribuya a refinarlo y no lo programen a escondidas unos misteriosos funcionarios de la red social.
¿Quién puede oponerse a esto? Pues un ejército de políticos, comentaristas y especies aún más peligrosas se han lanzado sobre la yugular de Elon Musk. Son aquellos que forman parte de la llamada, en castellano chirriante, ‘cultura de la cancelación’ (‘cancel culture’), práctica tribal que consiste en silenciar violentamente aquello que no concuerda con las opiniones de quienes hoy dominan, con su pensamiento identitario y victimista, la discusión pública; es decir, en aplicar al disidente lo que el sociólogo canadiense Erving Goffman llamaba el ‘estigma social’. Aunque los fascismos de derecha están vivos en otros ámbitos, esta ‘cultura de la cancelación’ es un fascismo de izquierdas que, a diferencia del otro, tiene eso que en tiempos prehistóricos se llamaba buena prensa, incluidas las redes sociales: allí, con el pretexto de excluir al de derechas, se ha impuesto el fascismo de izquierdas que censura, agrede, excluye y condena al infierno a quienes juzga una amenaza para sus criterios colectivistas. Estos ‘canceladores’ son incapaces de distinguir entre un centrista, un liberal, un conservador, un ultramontano y un fascista de derechas, razón por la cual Elon Musk acaba de decir, con sorna, que él sigue estando a la izquierda de los conservadores pero que como todo lo que está a su izquierda se ha corrido hacia el extremo, una ilusión óptica hace que hoy parezca de derechas (no lo ha dicho: lo ha dibujado en un coqueto croquis que ha colgado en Twitter).
En lugar de decir que no quieren a Elon Musk como dueño de Twitter porque va a impedir que la ‘cultura de la cancelación’ (también conocida como el movimiento ‘Woke’) continúe maniatando las redes, es decir que se siga censurando a innumerables personas que sin violar la ley pretenden expresarse con libertad, utilizan argumentos especiosos contra él. Preguntan: ¿por qué no destina ese dinero más bien a combatir la pobreza? Pregunto yo: ¿por qué no piden lo mismo a los socios que lo van a recibir por venderle Twitter? Preguntan: ¿vamos a permitir que un millonario controle nuestro derecho a la información veraz? Pregunto yo: ¿quién los ha nombrado a ustedes jueces de lo veraz? Preguntan: ¿quién se cree este ricachón para venir a decirnos lo que podemos hacer? Pregunto yo: ¿por qué no le reprocharon su patrimonio cuando invirtió en coches eléctricos, energía solar y baterías para almacenar energía, es decir cuando lo apostó casi todo a las políticamente correctas renovables? Preguntan: ¿seremos prisioneros de un loco que fabrica cohetes para llevar a la gente a Marte y pretende colonizar ese planeta? Pregunto yo: ¿por qué es tan mala idea tener otro planeta al que poder huir si, como predican ustedes, estamos ‘ad portas’ de la destrucción climática del nuestro? Preguntan: ¿hasta dónde vamos a tolerar que crezca el poder de sus monopolios? Pregunto: ¿de qué monopolios hablan, si sus dos principales compañías, Tesla y SpaceX, tienen decenas de competidores, y en el caso de su compañía aeroespacial, uno de ellos es nada menos que la NASA?
Para no ser menos que esta oligarquía de intolerantes, Thierry Breton, comisario europeo del mercado interno y de asuntos digitales y audiovisuales, ha amenazado a Musk diciéndole que no le permitirá imponer sus reglas porque la Unión Europea le impondrá a él las suyas. «Hay normas, Elon», le ha dicho con arrogancia de burócrata galo aquejado por el síndrome intervencionista de Colbert, el asfixiante ministro de Luis XIV. A lo que Musk habría podido contestar: «¿Por qué no le dijiste nunca eso al príncipe saudí –segundo accionista principal de Twitter, hoy de salida– que está vinculado al régimen dictatorial de Bin Salman?».