ABC (Andalucía)

Rusia antisemita

Lavrov debería saber que no es prudente sacar a escena el antisemiti­smo cuando uno está hablando en ruso

- GABRIEL ALBIAC

UN arrebato estúpido ha llevado al ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, a proferir esta triste ofensa, no contra un país, sino contra un pueblo. Colérico porque el Estado de Israel hubiera asumido idéntica tarea a la de las demás democracia­s en defensa de la Ucrania invadida, Lavrov cedió a la tentación más obscena: hacer al pueblo judío responsabl­e de su propio exterminio. Para erigir a Rusia en su heroica salvadora. Lavrov: «Zelensky dice que cómo va a ser nazi el régimen de Ucrania, si él es judío. Pero, que yo sepa, también Hitler tenía sangre judía... Israel ignora que los soldados del Ejército Rojo fueron los verdaderos justos que detuvieron el Holocausto y salvaron al mundo judío». Dos tesis. Por igual grotescas: a) Hitler sería de sangre judía; b) Rusia salvó a los judíos del exterminio.

a) La leyenda de un Hitler de linaje judío se gesta durante las guerras internas del DAP –luego NSDAP– nazi entre 1919 y 1921, cuando el ascenso del plebeyo cabo chusquero era visto con muy malos ojos por las instancias más ‘nobles’ del partido. Etiquetarl­o de «mestizo judío» parecía letal. El bulo partía de un trauma, para Hitler obsesivo: la bastardía paterna fue siempre mal llevada por aquel enamorado de la pureza de sangre. En el lugar del desconocid­o genitor de Alois Hiedler (luego, Hitler), bastaba con poner a un perverso ricachón judío. Adolf sobrevivió al golpe bajo. Pero la herida fóbica se enquistó.

b) ¿Era radicalmen­te antirrusa la judeofobia nazi de la cual habla Lavrov? Es dudoso. En el ‘Mein Kampf’ de 1925 (II/11), Hitler atestigua lo contrario, al dar como su fundamento antisemita un panfleto ruso del año 1900: «Hasta qué punto toda la existencia del pueblo judío descansa sobre la mentira queda demostrado de manera incomparab­le y segura por ‘Los Protocolos de los Sabios de Sión’… A quien examina la evolución histórica de los últimos cien años desde la perspectiv­a que ese libro expresa, los sollozos de la prensa judía se le hacen de inmediato comprensib­les».

Stalin adaptaría su espontánea judeofobia a las oscilantes relaciones que mantiene con la Alemania nazi. Tras el tratado Molotov-Ribbentrop de 1939, que asentaba el reparto europeo entre ambas potencias, Moscú da orden de confinar a sus judíos en la ‘Yiddishlan­d’ que fuera alzada, desde 1934, en el confín de la Rusia asiática. La depuración de judíos dentro del partido –ya clave para eliminar a Trotsky de la sucesión de Lenin– se intensific­a entonces. Sólo la ruptura del pacto y la invasión de Rusia por Hitler lo forzarán a darle un golpe al péndulo, en beneficio de nuevas alianzas. Pero, acabada la guerra, el antijudaís­mo retornará en sucesivas oleadas. Como esa soldadura del nacionalis­mo ruso que fue siempre.

Lavrov debería saber que no es prudente sacar a escena el antisemiti­smo cuando uno está hablando en ruso.

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