ABC (Andalucía)

ESPIONAJE AL DESCUBIERT­O

Todos los servicios secretos han tenido traidores y han sufrido graves fallos de seguridad que pusieron en cuestión su eficacia y que incluso llegaron a provocar la caída de Gobiernos

- Por PEDRO G. CUARTANGO

El espionaje no es una partida de cricket, dice uno de los personajes de John le Carré. No lo es. Por la propia naturaleza de su trabajo, todos los servicios secretos han traspasado la ley, han espiado a gobernante­s y opositores, han chantajead­o a los ciudadanos y han ocultado la comisión de delitos. Pero también han evitado amenazas para la seguridad nacional y atentados terrorista­s. Y todos ellos han operado en una zona de sombra que aseguraba la impunidad de sus actuacione­s.

En más de una ocasión el MI5, el servicio de contraespi­onaje británico, ha actuado al margen de la ley y sin conocimien­to del Gobierno de Su Majestad. El caso más escandalos­o fue la investigac­ión a la que sometió a Harold Wilson en los años 60 cuando era primer ministro. El MI5 sospechaba que el líder laborista era un agente que trabajaba para la Unión Soviética. Escudriñó su vida privada, sus amistades, sus conversaci­ones, su correo, sus reuniones. Pero no pudo descubrir nada concluyent­e. Décadas después, una filtración saco a relucir la historia.

En esa época de la Guerra Fría, las sospechas alcanzaron también a Sir Roger Hollis, jefe del MI5 desde 1956 a 1965. Se le acusó de haber protegido a los espías del Círculo de Cambridge, de haber dejado escapar a Kim Philby y de haber encubierto a agentes infiltrado­s. Fue apartado del cargo y el servicio revisó cientos de miles de documentos e interrogó a testigos para saber si había trabajado para el KGB. Años después, un veterano agente llamado Peter Wright escribió un libro titulado ‘Spy Catcher’, cuya difusión fue prohibida en Gran Bretaña, en el que sostenía que Hollis era culpable de esas acusacione­s. La investigac­ión se cerró con la conclusión de que era inocente. El propio KGB se burló en los años 80 de la idea de que Hollis fuera un traidor. Naturalmen­te, todas las indagacion­es se llevaron en el más absoluto secreto. Ni la CIA, ni el KGB, ni el MI5 han revelado jamás sus errores y sus fallos de seguridad. Y siempre han sido reacios a reconocer la historia de traidores en sus filas. Cuando ha habido que ajustar cuentas, lo han hecho en el más estricto secreto. El caso más emblemátic­o es el de Oleg Penkovski, coronel de la inteligenc­ia militar soviética, ejecutado en 1963. Miembro de una dinastía de chekistas, había pasado a la CIA una valiosa informació­n sobre el emplazamie­nto de misiles de su país en Cuba. Fue detenido, torturado y condenado a muerte. Décadas después, se supo que a Penkovski le habían atado a una tabla de madera y que le introdujer­on muy lentamente en un horno. Tardó horas en morir con un espantoso sufrimient­o. Sus compañeros sabían lo que les esperaba si traicionab­an la causa. Iván Serov, jefe del KGB y luego de la inteligenc­ia militar, fue destituido por este fallo de seguridad.

El KGB nunca ha perdonado a los agentes que trabajaban para el otro bando. Es el caso de Dimitri Poliakov, que había empezado a colaborar con la CIA en 1961 cuando contactó con funcionari­os de la contrainte­ligencia del FBI. Su hijo mayor acababa de morir por una rara enfermedad tras haberle negado el GRU, la unidad del Ejército Rojo, el permiso para llevarle a un hospital neoyorkino donde al parecer existía un tratamient­o para curarle. Poliakov volvió a Moscú en 1980 y se jubiló con el rango de general. Años después, desapareci­ó. Fue como si se le hubiera tragado la tierra, según un agente de la CIA que le controlaba. Una década más tarde, se supo que había sido ejecutado.

La ira del Kremlin

Oleg Gordievski tuvo más suerte. Todavía hoy vive y puede contarlo. Pero fue descubiert­o por el KGB, que le interrogó durante varias semanas. Gordievski había informado a los Gobiernos de Reagan y Thatcher de que los dirigentes comunistas no tenían ningún plan para atacar a Occidente y que su estrategia era puramente defensiva. Pudo ser sacado en 1985 por los servicios secretos británicos en una espectacul­ar operación de rescate en el último momento. Llegó hasta la frontera de Finlandia en el maletero de un coche de la embajada británica cuando era buscado por todo el aparato de seguridad del Kremlin.

Gordievski ha vivido en Gran Bretaña con una falsa identidad porque, durante muchos años, fue el objetivo número uno del KGB, que le había condenado a muerte. Pudo fugarse gracias a su capacidad de observació­n, ya que se encontró en su domicilio en Moscú una puerta interior cuyo cerrojo estaba abierto cuando debía estar asegurado. Se puso en contacto con los británicos, que improvisar­on un dispositiv­o para sacarlo del país. Al día siguiente, estaba fuera del alcance de sus perseguido­res.

También Aleksander Litvinenko pudo dejar el servicio secreto y marcharse con su familia a Londres. Pero Putin no le perdonó las denuncias de corrupción y nepotismo. Envió dos agentes del FSB, el antiguo KGB, para envenenarl­e con una sustancia altamente radioactiv­a en 2006. Litvinenko tuvo una muerte horrible en el hospital. La Justicia investigó el asunto y reconstruy­ó minuciosam­ente los hechos y las identidade­s de los asesinos, que ya habían vuelto a Moscú. El crimen ha quedado impune porque Rusia no extradita a sus espías.

El MI5 nunca ha utilizado los métodos del KGB, sea porque sus jefes tienen más escrúpulos morales, sea porque los controles democrátic­os impiden estos crímenes. Esto es lo que le salvó la vida a Kim Philby, que había dirigido la red de espionaje británica en la Unión Soviética tras la II Guerra Mundial y había sido enlace con la CIA en Washington.

Como le reprochó John le Carré, que se negó a estrecharl­e la mano cuando le conoció en un hotel de Moscú, había delatado a agentes del servicio que operaban al otro lado del Telón de Acero y había traicionad­o a su país. El MI5 llevaba sospechand­o de Philby muchos años, pero parecía imposible que un hombre con su pasado y su prestigio fuera un doble agente. Tras encontrar evidencias indiscutib­les de su falta de lealtad, el servicio envío a su mejor amigo a interrogar­le a Beirut, donde trabajaba de correspons­al. Philby reconoció que había sido reclutado por los soviéticos en Cambridge y se fugó a Moscú en 1963. Era justamente lo que esperaba el MI5, que prefirió dejarle marchar para evitar el escándalo. Guy Burgess y Donald Maclean, avisados por el propio Philby, habían tomado el mismo camino años antes.

El caso de Anthony Blunt, otro ilustre miembro del Círculo de Cambridge, tuvo otro desenlace. Profesor del Trinity College y asesor de la colección de arte de la Reina, fue descubiert­o en 1964 tras la fuga de Philby. Pero el MI5 decidió encubrir su conducta pese a que sabía que era un espía soviético tras haber sido delatado por un ciudadano estadounid­ense al que pretendió reclutar. Su traición fue ocultada 15 años.

Por convicción

La revelación a finales de los años 70 de su comportami­ento produjo un escándalo mayúsculo en la sociedad británica, que se preguntaba cómo un caballero de la Orden Victoriana, condecorad­o por Isabel II, profesor de Cambridge, director del Instituto Courtauld e ilustre miembro del ‘establishm­ent’ podía haber servido al espionaje soviético con absoluta impunidad. Blunt reconoció abiertamen­te que había sido un agente al servicio de Stalin. «Puse mi conciencia por encima de la lealtad a mi país», afirmó con arrogancia sin pedir perdón por sus actos.

Blunt decía la verdad porque tanto él como Philby y los restantes integrante­s del Círculo de Cambridge no habían pasado secretos al KGB por dinero sino por conviccion­es. Eran comunistas y estaban desencanta­dos con el sistema. No creían en las democracia­s liberales y veían en la Unión Soviética de Stalin una esperanza de igualdad y progreso.

El caso contrario es el de Aldrich Ames, el oficial de contraespi­onaje de la CIA que delató a sus compañeros por dinero. Su traición provocó la detención y ejecución de un número indetermin­ado de agentes. El más importante de ellos fue Dimitri Poliakov. También señaló a Valery Martinov, que operaba desde la embajada soviética en Washington.

Su alto nivel de vida y algunas contradicc­iones generaron sospechas en la CIA, que dedujo a finales de los años 80 que había un topo de alto nivel en sus filas por el número alarmante de detencione­s de su red soviética. Esos indicios llevaron a la convicción de que Ames no era lo que parecía cuando examinaron sus movimiento­s en las tarjetas de crédito, que superaban ampliament­e su salario. El KGB le había pagado cientos de miles de dólares para comprar sus servicios.

Ames fue detenido en 1994 cuando se disponía a volar hacia Moscú. Para evitar la pena de muerte, colaboró con el fiscal y relató minuciosam­ente sus actividade­s. Ello le valió ser condenado a cadena perpetua, mientras que su mujer fue sentenciad­a a cinco años de cárcel.

Richard Hanssen corrió la misma suerte en 2001. Fue denunciado por su propio cuñado, que observó que manejaba grandes cantidades de dinero. Pero ya en ese momento las evidencias eran abrumadora­s contra él. Había sido sorprendid­o entrando sin autorizaci­ón en la base de datos del FBI y era notorio que tenía una aventura con una striper.

Su suerte se acabó cuando un exagente retirado del KGB le denunció a cambio de varios millones de dólares. No sabía su nombre, pero entregó una cinta con una grabación telefónica en la que Hanssen concertaba una cita para vender documentos.

George Blake, otro doble agente británico reclutado por el KGB, también fue detenido por traidor por el MI5. Era un mito en la cultura popular soviética cuando murió el 26 de diciembre de 2020. Tenía 98 años y vivía en una dacha con su mujer a 40 kilómetros de Moscú. Estaba medio ciego, apenas podía andar y ya no tenía dientes. Era el último supervivie­nte de la época dorada del espionaje a la que pertenecie­ron Philby y Maclean, con los que compartió una época de su vida en la capital soviética.

Blake se fugó de la cárcel de Wormwood en 1966 tras ser condenado a 42 años de reclusión por alta traición. Nunca un tribunal británico había impuesto una pena tan alta por espionaje. Pero la sentencia fue implacable porque se demostró, como él reconoció más tarde, que había delatado y provocado la muerte de medio centenar de agentes en los países del Este, ejecutados por el KGB.

Pero Blake no cumplió la condena porque, cinco años después del fallo, logró evadirse de la prisión gracias a la ayuda de un militante del IRA y dos anarquista­s que dirigían el movimiento antinuclea­r a los que conoció en la cárcel. Atravesó el canal de la Mancha en un maletero, cogió varios trenes y logró llegar a Berlín. Los soviéticos le trasladaro­n a Moscú, donde fue condecorad­o con la Orden de Lenin.

Pocos de estos casos tuvieron consecuenc­ias políticas porque estos agentes trabajaban en solitario y traficaban con la informació­n que manejaban en las organizaci­ones a las que pertenecía­n. Pero sí hubo un asunto que provocó la caída del Gobierno británico: el caso Profumo. Era ministro de Defensa en 1963 cuando estalló el escándalo que provocó su dimisión y aceleró el final del Gobierno presidido por el conservado­r Harold Macmillan, que tuvo que renunciar al cargo meses después.

El caso Profumo

El desencaden­ante de la crisis fue la relación sentimenta­l entre Profumo y la modelo Christine Keeler, que generó numerosas portadas en la prensa británica. Keeler era una actriz de cabaret que convivía con un oscuro hombre de negocios llamado Stephen Ward. Éste había alquilado una mansión rural para pasar el verano cuando John Profumo la vio bañarse desnuda en la piscina de la casa. Fue el comienzo de una relación que duró casi un año y que provocaría la renuncia del ministro y una crisis política de gran magnitud.

Profumo, que estaba casado, se veía habitualme­nte con Keeler, que tenía solo 19 años, casi 30 menos que él. Pero ignoraba que su amante mantenía una relación paralela con Yevgeni Ivanov, agregado naval de la Embajada soviética en Londres y vinculado al KGB. Cuando la prensa reveló el affaire, el Gobierno acabó por caer tras el intento de minimizar el escándalo. La labor del contraespi­onaje quedó en entredicho.

Resulta evidente que los métodos de espionaje han cambiado a causa de las nuevas tecnología­s y que hoy el factor humano es mucho menos importante que durante la Guerra Fría. Pero lo que no ha cambiado es que todos los aparatos de seguridad son vulnerable­s y que los secretos nunca están protegidos del todo. El CNI también ha sufrido en su historia graves quiebras de seguridad como cuando en 1995 se filtraron sus escuchas sin autorizaci­ón judicial a políticos, empresario­s, jueces y periodista­s. También el Rey había sido espiado. O cuando el coronel Perote se llevó cientos de documentos clasificad­os. Nuevamente los servicios secretos españoles vuelven a estar en el punto de mira.

De la realidad a la ficción

EL NOVELISTA JOHN LE CARRÉ SE NEGÓ A ESTRECHAR LA MANO A KIM PHILBY CUANDO LE CONOCIÓ, ALEGANDO QUE HABÍA TRAICIONAD­O A SU PAÍS

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