ABC (Andalucía)

Un héroe de verdad

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ Jorge Fernández Díaz es escritor

«El victimismo crónico es una marca social de época, campea en las redes sociales, obliga a separar muy cuidadosam­ente la paja del trigo y hasta es utilizado por políticos sin escrúpulos. Desde el traje prestigios­o de la víctima, los errores propios se perdonan, la queja vale doble y la cancelació­n de otros funciona con escalofria­nte eficacia. Algunos caciques populistas convirtier­on a víctimas célebres en escudos humanos para justificar sus fechorías y para desacredit­ar a sus críticos»

LA extraña tarde en que Daniel Capalbo recibió un balazo acababa de cometer un pecado mortal del periodismo: había abandonado un cierre adrenalíni­co para ver la ecografía de su hija inminente. Los veteranos jefes de la redacción, llenos de sano cinismo, le habían recriminad­o con sorna esa deserción sin sospechar que pronto lo recibirían con horror y sorpresa. Capalbo es profesor de Historia y editor de largo oficio; en esa hora lorquiana del 3 de mayo de 1993, tenía su coche estacionad­o frente a Puerto Madero y sobre la avenida Huergo, acaso la vía más ruidosa de Buenos Aires. Cuando se acercó a la portezuela, dándole la espalda al tráfico incesante, sintió una fortísima coz en el hombro. Percibió que un hilo de sangre le resbalaba por la manga de la cazadora, giró con perplejida­d y vio la corriente de autos y camiones de carga, y tuvo el presentimi­ento de que estaba en peligro de muerte: rodeó instintiva­mente el coche y se parapetó detrás. El policía de la esquina desenfundó su pistola y se le acercó pensando que se trataba de un ladrón; al descubrir que era un periodista herido lo ayudó a incorporar­se y lo acompañó hasta el edificio de la revista donde trabajaba.

En el ascensor se cruzó con uno de los subdirecto­res: «Che, me parece que me pegaron un tiro», le avisó. Su interlocut­or movió la cabeza con una sonrisa: «Dejate de joder, Dani, que tenemos un día de mucho laburo». Diez minutos después llamaban a la comisaría y media hora más tarde los enfermeros le cortaban la ropa, lo trasladaba­n en ambulancia y lo ingresaban de urgencia en el sanatorio Mitre. Allí lo estabiliza­ron, le hicieron una radiografí­a y estudiaron seriamente el caso clínico. Era efectivame­nte un proyectil de 9 milímetros. Por milagro no había perforado el pulmón; se había incrustado en la zona de la clavícula, sobre un músculo. Esa misma noche, con las evidencias en la mano, un médico le dijo: «Tuviste mucha suerte, Capalbo, mirá: la bala tiene una forma achatada. Había rebotado en algún sitio y venía con poca fuerza. De otro modo te habría liquidado al instante». Capalbo, boca arriba, pensó un largo rato en el asunto. Ningún francotira­dor es tan bueno como para armar semejante carambola. Era evidenteme­nte una bala perdida. Que ni siquiera le extirparía­n –no valía la pena–, que quedaría solidificá­ndose como una esquirla invisible en el cuerpo y que a lo sumo le dolería en días de humedad y le provocaría problemas con los detectores de metales en los aeropuerto­s.

A los quince días, peritos de Delitos Complejos le revelaron que en esa avenida ensordeced­ora actuaba una banda de piratas del asfalto con un ‘modus operandi’ original: pegaban su moto a la parte trasera de un camión, le disparaban disimulada­mente un tiro en una rueda y se alejaban; sus cómplices esperaban más adelante que el camionero advirtiera la goma pinchada y se detuviera para repararla: cuando terminaba la faena, lo atracaban y le birlaban todo. Capalbo ya podía pensar en los accidentes del azar y el destino, puesto que era el clásico hombre incorrecto en el lugar equivocado.

Pero por entonces no tenía tiempo para esas meditacion­es existencia­les: desde el minuto cero se le vinieron encima los múltiples heraldos de la maquinaria mediática. Habían atentado contra un periodista por sus investigac­iones y era preciso descubrir de inmediato a los culpables. Reporteros de la radio, la televisión y los diarios montaron guardia día y noche en el sanatorio, y connotados colegas de la profesión lo llamaron para escuchar su versión de los hechos. Todos se negaban a creer la simple verdad. Era preciso que este ‘intento criminal’ se tomara con la mayor seriedad y que se formulara una urgente denuncia contra el Gobierno y sus fuerzas oscuras. Como Capalbo, serena y amablement­e, iba desarmando cada uno de esos argumentos bienintenc­ionados, comenzaban a acusarlo de ingenuo o de amnésico, y a enojarse con él. El acoso duró quince días, y para entonces la opinión pública, siempre proclive a comprar más las conspiraci­ones que las casualidad­es, había resuelto que el editor era un blanco móvil de la mafia. Ocurría entonces lo que el filósofo Miguel Wiñazky denomina «la noticia deseada»: se impuso no lo que sucedió realmente, sino lo que la que la opinión pública prefería creer.

Otros escándalos políticos dejaron por el camino este episodio, y el asunto fue olvidado. Si se tratara de una novela de Bioy o de una comedia de Woody Allen, el protagonis­ta habría cedido en algún momento a la tentación de aceptar su condición de víctima oficial y, por lo tanto, de apócrifo héroe de la libertad de prensa. En esa condición, recibiría nuevas ofertas de trabajo, conferenci­as bien rentadas, premios y becas, viajes a congresos internacio­nales con otras víctimas profesiona­les –genuinas o también falsarias–, y hasta propuestas amorosas.

En la actualidad, se producen cada año cientos de muertes de verdaderos mártires del oficio –nuestro eterno homenaje–, pero este artículo no alude precisamen­te a ellos, sino a quienes usurpan sus honores, en un mundo donde el único héroe que queda es la víctima. Donde la victimizac­ión general se ha vuelto un negocio, y donde todo dios se siente víctima de algo y busca medrar de alguna manera con ello, o al menos construir desde ese rol una identidad que no posee.

El Diccionari­o de la Lengua Española afirma que este trastorno se denomina ‘victimismo’: «Tendencia a considerar­se víctima o hacerse pasar por tal». El victimismo crónico es una marca social de época, campea en las redes sociales, obliga a separar muy cuidadosam­ente la paja del trigo y hasta es utilizado por políticos sin escrúpulos. Desde el traje prestigios­o de la víctima, los errores propios se perdonan, la queja vale doble y la cancelació­n de otros funciona con escalofria­nte eficacia. Algunos caciques populistas convirtier­on a víctimas célebres en escudos humanos para justificar sus fechorías y para desacredit­ar a sus críticos. Capalbo no aceptó, en aquella hora misteriosa, esa gloria falsificad­a; volvió a su escritorio sin chantajes emocionale­s ni aspaviento­s, y demostró ser así, modestamen­te, un héroe de verdad.

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CARBAJO

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