Estar muerto
La gente que no entiende al Madrid no es porque vea poco fútbol sino porque no va nunca a misa
APARTAMOS a Dios de nuestra vida, lo borramos de las aulas y luego gritamos por la tele o por la radio que son inexplicables las remontadas del Real Madrid. No son inexplicables. La explicación siempre estuvo ahí aunque vivamos como si no existiera. El Madrid es lo que hay de eterno no en el fútbol sino en nosotros. El Madrid es nuestra parte trascendente aunque seamos de otro equipo. Es la parábola que tensa Dios, que siempre narra en el alambre porque es donde temblamos y creemos; es el reflejo de su inmortalidad en nuestras vidas de imperfección, todavía más imperfectas en las últimas décadas por la laicidad, la afectación igualitaria y los sucedáneos buenistas con que jugamos a sentirnos dioses de la sustitución y nos alejamos del milagro y la maravilla. La gente que no entiende al Madrid no es porque vea poco fútbol sino porque no va nunca a misa. Si las remontadas llegan tarde es porque el descuento es el tiempo de Dios y nos deja los 90 minutos para que ardamos en la adoración de falsos ídolos, de impostados estratagemas con que pretendemos suplantar la Gracia y que necesitan partido de ida y vuelta para enfrentarse a su mediocridad, a su falsedad, a su impotencia ante lo verdadero. Los 179 minutos que el Madrid fue por detrás en la eliminatoria fueron el rodeo de Dios para que entendiéramos lo que quería explicarnos. Dejó que Guardiola se atragantara con monosílabos, que ofreciera el repertorio completo de sus posturitas en la banda. Dejó que el independentismo radiofónico se hundiera un poco más en su tercermundismo tribal y que los hechiceros enloquecidos sangraran hasta la última gota de la gallina. Dejó que sonara Imagine, que Laporta acabara de regalar las entradas que le quedaban para la final femenina que es a lo que ahora jugamos, que Puigdemont presentara su último teléfono pinchado y entonces, sólo entonces, cuando todas las mentiras habían sido dichas, cuando toda la arrogancia había sido desplegada, cuando los mercaderes de baratijas más alardeaban de que Dios no existía, o que al fin nos había abandonado, tomó la misma escalera con la que en abril desenclavó a su Hijo y subió a Rodrygo para que el Madrid resucitara y con él, en él y por él la esperanza sobre la Tierra. Esto es el Madrid. No entenderlo es estar muerto.