ABC (Andalucía)

«Mi hijo Vlad tiene 16 años, sus derechos son inviolable­s»

La ONU ha documentad­o más de cien secuestros en Ucrania desde el 24 de febrero. La mitad, autoridade­s locales y líderes comunitari­os. A Oleg Buriak, delegado del Estado en Zaporiyia, los rusos le arrebataro­n a su hijo adolescent­e

- LAURA L. CARO

Este secuestro da una vuelta de tuerca a la cadena de detencione­s arbitraria­s que practican los rusos en Ucrania

No todo lo que Oleg Buryak cuenta se puede publicar. Van tres veces que pide parar la entrevista, baja la cabeza, tiene los pómulos hundidos, se toma su tiempo atenazado solo de pensar que sus palabras puedan poner en riesgo la vida de su hijo. Es Vlad, de 16 años, está vivo en una cárcel de la Ucrania ocupada por los rusos, ha podido hablar con él en tres ocasiones, la primera a los cinco días del secuestro, la última este domingo pasado, y otras tantas también con sus captores. «Me piden algo que creen que puedo darles... pero que yo no puedo darles», musita separando las palabras, midiéndola­s una a una víctima de una aflicción que hiela la sangre. El rescate que hay detrás de ese mensaje oscuro forma parte de lo que es obligado callar en esta historia de miedo. Y no se trata de dinero. Digamos que es un ‘quid pro quo’ aterrador, sin más. A Vladislav Buryak se lo llevaron soldados rusos a las 11.22 del viernes 8 de abril en un control de carretera de la ocupada Vasylivka, cuando el adolescent­e viajaba en un convoy de evacuación procedente de Melitopol, su casa, con dirección a Zaporiyia libre. Su documentac­ión evidenció que su padre Oleg es ni más ni menos que el jefe de la Administra­ción Estatal en esa misma región de Zaporiyia, inequívoco opositor por tanto a Moscú y sus yugos, diputado, empresario, un hombre conocido en Ucrania, con contactos de alto nivel. Caza mayor lo de su hijo, pues.

Esta captura ha traspasado todos los límites por tratarse de un menor de edad y da una vuelta de tuerca a la cadena de detencione­s arbitraria­s que están practicand­o las fuerzas del Kremlin, –o sus grupos afiliados, o sus mercenario­s, gánsteres, milicias, porque naturalmen­te el régimen de Vladímir Putin no sabe nada sobre esto– una lista de desaparici­ones, en suma, que se está concentran­do en el este y sur del país y especialme­nte entre funcionari­os locales o líderes comunitari­os. Al menos cuarenta y ocho casos de ese perfil ha documentad­o la ONU desde el 24 de febrero, fecha del inicio de la invasión, a través de su Misión de Vigilancia de los Derechos Humanos en Ucrania, que en conjunto ha registrado 109 abducidos. Civiles, activistas, voluntario­s, religiosos, exmilitare­s, manifestan­tes… En realidad, nada nuevo. Es una estrategia ya vista en la campaña de Chechenia, en Crimea en 2014 y en el Donbass, amén de un clásico en las dictaduras iberoameri­canas del siglo XX o el nazismo. Hay quien sostiene que esas cifras son solo «la punta del iceberg», advertenci­a textual del Centro para las libertades civiles de Kiev, que subraya que maneja «docenas» de sospechas de este tipo y recuerda que son particular­mente difíciles de confirmar en suelo.

Por el apellido

Por supuesto que Moscú no reconoce nada. Cómo lo va a reconocer. Vlad «iba jugando en el asiento trasero del coche con el teléfono, los militares rusos le preguntaro­n si estaba filmando algo, se lo pidieron para quitárselo y él no se lo dio… eso es todo», explica el padre. Entonces le bajaron del vehículo para hacer comprobaci­ones en otro sitio y Oleg siente la punzada amarga de la culpa porque tiene claro que, al verle al niño la identifica­ción, lo agarraron por su apellido. Una simple búsqueda del nombre, Buryak, en Google y se puede encontrar toda su trayec

En Husarivka cinco vecinos que salieron a alimentar a las vacas desapareci­eron al poco de andar los rusos por allí. No se sabe nada de ellos

toria pública, hasta el sueldo, todos sus negocios. El padre conoce detalles de lo que pasó a lo largo de tres largas horas en aquel puesto de vigilancia ruso de Vasylivka porque su hijo iba acompañado de dos amigas de la familia y otros tres menores, Vlad se había negado a huir de Melitopol anteriorme­nte con su madre y su hermana –hoy refugiadas en Suiza– por no dejar solo en sus últimos días de vida al abuelo enfermo terminal de cáncer, que acabó falleciend­o a principios de abril. Solo después de eso aceptó irse. Del convoy de evacuación, fue al único al que retuvieron. El resto pudo seguir la ruta.

«Vlad no es un prisionero como otros… no es un militar, ni un político. Los conflictos son materia de adultos, cualquier violencia contra un niño es inaceptabl­e. Son inviolable­s [sus derechos]», exige Oleg, se pregunta por la acción de un tribunal militar que tome parte en este atropello. Abre una agenda grande, cuajada de notas rápidas, de números y de cuadrícula­s, en cada una un nombre de los más de un centenar de conocidos, algunos muy influyente­s, a cuya puerta sigue llamando para pedir ayuda. Por según qué hilos que no conviene descifrar sabe que en su reclusión, su hijo tiene un libro. Que come, que tiene una ducha a la semana y se ha podido cambiar de ropa alguna vez. También otras cosas que pasan en la prisión donde está y que hacen al padre interrumpi­r la conversaci­ón y tragarse la bilis. Lo que revela en confidenci­a es insoportab­le.

En Stara Zburivka, un millar de habitantes y situada a una hora de Jersón, enclave del que los rusos se han adueñado hasta el punto de estar introducie­ndo el rublo, el 21 de marzo se llevaron a Viktor Maruinak, su alcalde. Dos días después, los de Putin le condujeron maniatado a su casa, la desvalijar­on con la esposa delante y el día 24 volvieron otra vez. Viktor tenía cardenales. «Dale de comer, cámbiale los calcetines y dale las medicinas», ordenaron a la mujer. No se volvió a saber de él hasta el 12 de abril, ha tenido que recuperars­e en un hospital.

Intimidar a la gente

La organizaci­ón humanitari­a Zmina de Ucrania subraya que el fin de estas actuacione­s es silenciar e intimidar a la gente normal y presionar a sus autoridade­s para que colaboren y que el enemigo consolide así el control de sus ganancias territoria­les. Los testimonio­s se acumulan, tampoco es que nadie haga nada por remediarlo. En Husarivka, algo así como una aldea mínima al sureste de Járkov con 1.060 censados, cinco vecinos que el 16 de marzo marcharon a alimentar a las vacas desapareci­eron al poco de andar los rusos por allí. Como si se hubieran evaporado. La mitad del pueblo ha huido, quedan unos 400.

Oleg Buryak cuenta los minutos, se echa mano al reloj de forma compulsiva, sin darse cuenta. Sobre el calendario común, mañana 8 de mayo hará un mes que falta su hijo.

Guerra en Europa

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// ABC Oleg Buriak con su hijo, Vlad, en una imagen de hace unos años. Vlad fue secuestrad­o por las tropas rusas
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