Debilidad energética europea
«La transición energética es un objetivo indiscutido pero imposible sin un combustible de respaldo como el gas, que no solo tendrá un papel decisivo durante las próximas décadas como fuente de energía primaria, sino también por su misión central para la descarbonización. Sorprende por ello el enfoque de Europa en este asunto que agrava su actual crisis energética con características propias derivadas de errores acumulados sobre todo en las últimas dos décadas»
LA invasión rusa de Ucrania revela una débil visión geopolítica europea durante años. Es cierto que el Viejo Continente lidera globalmente la transición energética hacia un mundo más descarbonizado con planes claros para aumentar el peso de las fuentes de energía renovable como fuentes de energía primaria y como porcentaje en la generación eléctrica. Sin embargo la tarea por delante es ardua pues en la actualidad más del 80 por ciento de la energía primaria en el mundo son combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) y solo un 15 por ciento renovables (hidráulica, residuos, eólica y solar, fundamentalmente).
Cuestión diferente son las fuentes energéticas de generación eléctrica que varían mucho por países. En España, por ejemplo, el pasado 6 de mayo, las tecnologías renovables aportaron tres cuartas partes de toda la electricidad producida; el resto vino de la nuclear, gas y carbón. Una mayor penetración renovable exige sin embargo máxima celeridad administrativa en los procedimientos y, en todo caso, es incompatible con la deriva de una legislación medio ambiental sobre proyectos eólicos y fotovoltaicos, que evoluciona al son de asociaciones diversas que, disfrazadas de medio ambientalistas, boicotean proyectos de generación renovable y de redes de transporte y distribución. Queremos las comodidades de la electrificación pero sin asumir los costes económicos y medio ambientales que implica. Pero la vida es un permanente proceso de toma de decisiones entre alternativas diversas y muchas veces no escogemos entre lo bueno y lo mejor sino entre lo malo y lo peor. Y lo peor hoy día es que el consumo, la inversión y las exportaciones no crezcan al ritmo necesario pues eso, y no otra cosa, es lo que genera crecimiento económico sin el que no hay empleo y sin empleo hay caos, pobreza, miseria y desesperación.
La transición energética es un objetivo indiscutido pero imposible sin un combustible de respaldo como el gas, que no solo tendrá un papel decisivo durante las próximas décadas como fuente de energía primaria, sino también por su misión central para la descarbonización. Sorprende por ello el enfoque de Europa en este asunto que agrava su actual crisis energética con características propias derivadas de errores acumulados sobre todo en las últimas dos décadas. Aunque la inflación y otros desequilibrios afectan también a Estados Unidos, la actual escalada en los precios de materias primas y combustibles fósiles –que por cierto se inició un año antes de la invasión rusa– afecta mucho más a Europa como estamos viendo. De hecho Estados Unidos, actual líder mundial en producción de petróleo, ha doblado su producción de crudo desde que la Administración Obama –presidente tan idolatrado en Europa– intensificó a partir de 2009 los permisos para la extracción con tecnología de fracturación hidráulica, tan denostada en el Viejo Continente donde, en cambio –salvo en Noruega y Reino Unido– no disponemos ni de petróleo ni de gas propios. En algunos países, como España, vamos tan sobrados que incluso nos permitimos prohibir por ley la exploración e investigación de hidrocarburos. En cambio, si a resultas de alguna de las prospecciones autorizadas en aguas territoriales de Marruecos colindantes con las españolas, se hallara gas –con exigencias medioambientales más laxas que las nuestras–, no parece que renunciar a su extracción fuera un escenario real para el Gobierno marroquí.
Otro tanto podríamos decir de la demonización de la energía nuclear, dentro y fuera de España. De manera acertada la canciller Merkel anuló en 2010 la decisión que diez años antes había adoptado la coalición rojiverde alemana para erradicar la energía nuclear. Cuando en 2011 llegó Fukushima, en una inusitada concesión al populismo antinuclear, impropia de su temple y veteranía, Merkel dio el giro más sonado y desacertado de su trayectoria y en contra de su propio criterio decretó el fin de la energía nuclear en Alemania, fiando el futuro energético de la primera economía europea a una creciente penetración de fuentes renovables –acierto evidente– y a una mayor dependencia del gas ruso, error sin paliativos como ahora estamos viendo. Curiosa y acertadamente, en diciembre del mismo año 2021, la Comisión Europea presidida por la exministra de Defensa de Merkel Ursula von der Leyen declaró la energía nuclear como verde. Parece que algo empieza a cambiar, en la buena dirección.
Fue también en 2011 cuando se inauguró la primera fase del gasoducto submarino Nord Stream I, y en 2012, la segunda para llevar gas natural ruso a Europa a través de Alemania. Pero no quedó ahí la miopía geopolítica mostrada por Alemania, que siguió profundizando con Rusia su cooperación en materia gasista de manera que en septiembre de 2021 quedaba terminado el Nord Stream II, doblando la capacidad ya existente diez años antes, si bien su puesta en funcionamiento ha sido suspendida por el canciller Scholz en respuesta a la invasión rusa que, hoy, nos recuerda con virulencia la debilidad energética europea respecto a Rusia.
Ala luz de todo ello, en Europa debemos desandar parte del camino andado en materia energética durante las últimas dos décadas. Deben retomarse los proyectos de interconexiones transpirenaicas que debían estar funcionando hace dos años y que la desidia europea y española de algunos –que ahora descubren que la península Ibérica es una isla energética– hicieron abandonar con graves consecuencias económicas y geopolíticas. Sugiero una revisión de los procedimientos y plazos para la tramitación administrativa y medioambiental de los proyectos renovables y de despliegue de redes pues no hacerlo dificultaría el ritmo que la transición energética exige. Aumentar la inversión en eficiencia energética para consumir menos y mejor es crucial, pero de nuevo esa inversión requiere un marco regulatorio que la facilite. Son acciones que no se improvisan a corto plazo y que por la naturaleza de los proyectos a realizar nos condenan a una dependencia energética y a un entorno de precios elevados durante un periodo largo. Si al menos sirve para que Europa desarrolle una política energética realista y posible, quizás sea útil para no volver a repetir los mismos errores.