Las palabras y las cosas
Estamos perdidos en la maraña de una sobreinformación que nos desconcierta y nos deja perplejos
TODO es verdad y todo es mentira en la sociedad de la información, de internet y de las redes sociales. Ya lo expresó con lucidez Guy Débord: la verdad es un momento de lo falso. Lo que significa que resulta cada vez más difícil discernir entre la apariencia y la esencia, entre el parecer y el ser.
Como no hay nada nuevo bajo el sol, esto ya lo sabía el franciscano Guillermo de Ockham, nacido cerca de Londres en 1285 y estudiante de Teología en Oxford. Es el personaje que inspiró a Umberto Eco en ‘El nombre de la rosa’, novela en la que es retratado como un crítico de la autoridad eclesiástica y del poder papal.
Lo que sostenía Ockham es que no existen las ideas universales, ya que el conocimiento es una mera abstracción a partir de la experiencia. Lo único que podemos percibir son los seres en su existencia individual. Cada uno de ellos es irrepetible y singular. Dicho con otras palabras, no cabe hablar del hombre con unos atributos que engloben a la especie, sino de cada hombre como ente particular.
Lo que este franciscano, que cuestionó la infalibilidad papal, afirmaba es que las cosas son los nombres con las que clasificamos y ordenamos nuestras percepciones. Si creemos en la existencia de una raza blanca es porque existe una categoría en el lenguaje que establece esa diferenciación que no es más que un constructo social. Lo mismo que decimos que hay cinco razas, podríamos sostener que hay cien.
Esta concepción de fray Guillermo me parece muy útil para entender el mundo que nos rodea. Un mundo en el que la volatilidad, la fragmentación y la relatividad de lo real suponen una gran dificultad para interpretar el sentido de lo que sucede. Estamos perdidos en la maraña de una sobreinformación que nos desconcierta y nos deja perplejos.
Sostenía Ockham que las explicaciones más simples sueles ser las verdaderas. Pero eso ha dejado de ser válido en un mundo tan complejo como el que vivimos, en el que la interacción de muchos factores alimenta un cambio acelerado.
En esta sociedad del espectáculo, volviendo a Débord, los nombres han desplazado a las cosas, se han instalado como la única realidad que domina la conciencia. Vivimos en un entorno de signos que remiten a otros signos en un proceso sin final. Hay infinitos significantes, pero no podemos encontrar el significado.
No puedo dejar de admirar la perspicacia de Ockham cuando observaba que lo único al alcance de nuestro conocimiento es el centelleo momentáneo de las cosas, la especificidad única de los entes. Esta es la esencia de un mundo contemporáneo en el que nada podemos saber acerca de nada, lo que no deja de ser una paradoja cuando fiamos todas nuestras decisiones a la ciencia y los saberes prácticos. Como decía el fraile franciscano, los hombres han sido siempre víctimas de sus engaños.