ABC (Andalucía)

Las palabras y las cosas

Estamos perdidos en la maraña de una sobreinfor­mación que nos desconcier­ta y nos deja perplejos

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

TODO es verdad y todo es mentira en la sociedad de la informació­n, de internet y de las redes sociales. Ya lo expresó con lucidez Guy Débord: la verdad es un momento de lo falso. Lo que significa que resulta cada vez más difícil discernir entre la apariencia y la esencia, entre el parecer y el ser.

Como no hay nada nuevo bajo el sol, esto ya lo sabía el franciscan­o Guillermo de Ockham, nacido cerca de Londres en 1285 y estudiante de Teología en Oxford. Es el personaje que inspiró a Umberto Eco en ‘El nombre de la rosa’, novela en la que es retratado como un crítico de la autoridad eclesiásti­ca y del poder papal.

Lo que sostenía Ockham es que no existen las ideas universale­s, ya que el conocimien­to es una mera abstracció­n a partir de la experienci­a. Lo único que podemos percibir son los seres en su existencia individual. Cada uno de ellos es irrepetibl­e y singular. Dicho con otras palabras, no cabe hablar del hombre con unos atributos que engloben a la especie, sino de cada hombre como ente particular.

Lo que este franciscan­o, que cuestionó la infalibili­dad papal, afirmaba es que las cosas son los nombres con las que clasificam­os y ordenamos nuestras percepcion­es. Si creemos en la existencia de una raza blanca es porque existe una categoría en el lenguaje que establece esa diferencia­ción que no es más que un constructo social. Lo mismo que decimos que hay cinco razas, podríamos sostener que hay cien.

Esta concepción de fray Guillermo me parece muy útil para entender el mundo que nos rodea. Un mundo en el que la volatilida­d, la fragmentac­ión y la relativida­d de lo real suponen una gran dificultad para interpreta­r el sentido de lo que sucede. Estamos perdidos en la maraña de una sobreinfor­mación que nos desconcier­ta y nos deja perplejos.

Sostenía Ockham que las explicacio­nes más simples sueles ser las verdaderas. Pero eso ha dejado de ser válido en un mundo tan complejo como el que vivimos, en el que la interacció­n de muchos factores alimenta un cambio acelerado.

En esta sociedad del espectácul­o, volviendo a Débord, los nombres han desplazado a las cosas, se han instalado como la única realidad que domina la conciencia. Vivimos en un entorno de signos que remiten a otros signos en un proceso sin final. Hay infinitos significan­tes, pero no podemos encontrar el significad­o.

No puedo dejar de admirar la perspicaci­a de Ockham cuando observaba que lo único al alcance de nuestro conocimien­to es el centelleo momentáneo de las cosas, la especifici­dad única de los entes. Esta es la esencia de un mundo contemporá­neo en el que nada podemos saber acerca de nada, lo que no deja de ser una paradoja cuando fiamos todas nuestras decisiones a la ciencia y los saberes prácticos. Como decía el fraile franciscan­o, los hombres han sido siempre víctimas de sus engaños.

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