ABC (Andalucía)

Carmen, la de verdad

Berganza no interpreta­ba un personaje. Se convirtió ella misma en Carmen, fundida con su espíritu de rebeldía indomable

- IGNACIO CAMACHO

CARMEN, la gitana «de belleza extraña y salvaje» según Merimée, es un mito universal sobre el que han girado dos siglos de iconografí­a, teatro, música y baile, cientos de versiones y variantes entre el icono de la liberación femenina y la ‘femme fatale’. Bizet la llevó desde la original serranía de Ronda a Sevilla y desde ahí ha pasado hasta el Harlem de Preminger o la Ceuta de Calixto Bieito, siempre como un prototipo –a veces estereotip­o– romántico de mujer abocada a la tragedia de ejercer una libertad indomable. Godard la convirtió en terrorista, y en una reciente producción italiana incluso era ella la que mataba a don José, un radical giro feminista que suscitó un ruidoso debate sobre los límites del revisionis­mo en el arte. De un modo u otro sigue siendo una de las óperas más representa­das gracias no sólo a sus arias inmortales sino a la enorme potencia narrativa, sentimenta­l y simbólica del personaje. Y de entre todas las cantantes que han encarnado a la protagonis­ta hay una que supo identifica­rse con ella más y mejor que nadie. Se llamaba Teresa Berganza y solía decir que «Carmen soy yo» pero la profundida­d con que vivió el papel desmentía el orden de la frase. En realidad, ella era Carmen.

Desde aquella primera vez en Edimburgo, en el 77, Berganza hizo de la cigarrera un trasunto de sí misma. La estudió con minuciosid­ad obsesiva en la literatura, en la música, en la pintura, en la psicología, y en esa inmersión descubrió un espíritu de rebeldía que terminó aplicando a decisiones de su propia vida. Subida al escenario, cantando la Habanera con un pie sobre el borde de una silla, moviéndose entre grupos masculinos de toreros, soldados o contraband­istas, transmitía una gestualida­d brava, una seguridad dominante, una jerarquía surgida de una especie de transmutac­ión íntima. No caracteriz­aba ni interpreta­ba a Carmen: la asumía en una personific­ación integral, pletórica, efusiva, capaz de desbordar el libreto y actualizar­lo en una continua reivindica­ción de entereza insumisa. Y al final, claro, se moría pero otorgaba a esa muerte un halo de triunfal indiscipli­na, de dramática emancipaci­ón moral, de dignidad individual­ista.

En una artista de repertorio voluntaria­mente corto, reducido por un perfeccion­ismo con rango de imperativo ético, el personaje de Bizet brillaba como un cometa con una estela luminosa de genio, coraje, intensidad y nervio. «Canta con el clítoris», me dijo Jesús Aguirre, el duque de Alba, tras una arrebatado­ra función en la Expo. El ímpetu de su Carmen huracanada, incontenib­le, podía eclipsar a cualquier tenor, por famoso que fuera, que le hiciese de compañero. La llevaba dentro y al sacarla de paseo desencaden­aba un tornado escénico. No era sólo su voz sino su impronta, su movimiento, su estilo, su autenticid­ad, su sello. La manera en que supo dotar a una leyenda del privilegio de trascender el tiempo.

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