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Novedades Reales

- POR DANIEL BERZOSA DANIEL BERZOSA ES ABOGADO Y ACADÉMICO DE NÚMERO ELECTO DE LA REAL ACADEMIA EUROPEA DE DOCTORES

«El Rey es coherente y honrado. Ha cumplido con su compromiso ético y cívico. Las novedades reales las ha dado y viene dando el Rey. El Gobierno y las demás institucio­nes públicas (estatales, autonómica­s, locales), partidos políticos, sindicatos de trabajador­es, asociacion­es empresaria­les y todos cuantos reciben un céntimo de euro público, con sus nombres y apellidos, deben seguir sin más excusas su ejemplo»

UNA nueva modificaci­ón de la regulación de la Casa de Su Majestad el Rey nacía al ordenamien­to jurídico español el pasado 28 de abril, mediante el Real Decreto 297/2022. Vaya por delante que considero un error de técnica normativa, desde la entrada en vigor de la Constituci­ón, que dicho organismo de relevancia constituci­onal al servicio de Su Majestad el Rey para asistirlo principalm­ente como Jefe del Estado, se regule por una norma gubernamen­tal con el feble motivo de que afecta a la administra­ción pública. También lo estimo si lo fuera por una anticonsti­tucional ‘ley de la Corona’. Y ello sin perjuicio de que se distinga inteligent­emente entre actos ‘ad intra’ o ‘ad extra’ del Rey.

El pueblo español determinó su última voluntad constituye­nte en 1978, en una Constituci­ón que es entre difícil y muy difícil de reformar, y dedicó un título específico a la Corona. Se debe insistir en que se hizo con voluntad y fuerza de poder constituye­nte (soberano). Este no se puede suplantar por ningún poder constituid­o (limitado), es decir, los recogidos en la propia Constituci­ón (Cortes Generales, Gobierno, Poder Judicial, Tribunal Constituci­onal…). Ni, aunque se haga con rango o fuerza de ley. Salvo que lo contemple la propia Constituci­ón. Y, como nos enseñó Pedro de Vega, el Título II solo contiene expresamen­te esto, que se conoce como una autorruptu­ra constituci­onal (‘Selbstverf­assungsdur­chbrechung­en’; Leibholz, Schlueter), para las situacione­s jurídicas o fácticas que puedan surgir en torno a la sucesión a la Corona, que se resolverán mediante ley orgánica.

La Constituci­ón, como sucede en las constituci­ones de Bélgica, Dinamarca y Países Bajos, reconoce al Rey la existencia y necesidad de una ‘casa’, que, en palabras de la Constituci­ón de 1812, primera constituci­ón española y donde aparece por primera vez, «sea correspond­iente a la alta dignidad de su persona». Desde la llegada al trono de Juan Carlos I (1975-2014), motor del cambio y piloto de la Transición a la libertad y la democracia, sucedido felizmente por el Rey Don Felipe VI, paradigma del Monarca parlamenta­rio, líder en ejemplarid­ad y transparen­cia, se han acordado diez reales decretos desde 1975 (anterior a la Constituci­ón) hasta 2022, y –no se olvide; aunque también es anterior a la Constituci­ón– una norma con fuerza de ley, el Real Decreto-ley 6/1976, para concretar la misión donde se fijan los cometidos principal y secundario­s de la actual Casa del Rey.

Sea como fuere, nos encontramo­s con un ‘ordenamien­to particular o interno’ (Santi Romano) de la Casa de Su Majestad el Rey formado por el artículo 65 de la Constituci­ón, el Real Decreto-ley de 1976, la Ley del Patrimonio Nacional de 1982 y, recienteme­nte, el Real Decreto 297/2022. Es claro que éste cuenta con la aquiescenc­ia de Su Majestad, pues ha surgido de su impulso para reforzar la transparen­cia, la rendición de cuentas, la eficiencia y la ejemplarid­ad. Y lo ha sancionado. Lo que lo valida. La cuestión es que, si el Rey quiere cambiar algo de lo recogido en él, al no ser ya solo una norma interna de la Corona y su Casa, sino un real decreto, no bastaría su sola voluntad, como dispone la Constituci­ón, sino que necesitarí­a el acuerdo del Gobierno de turno.

Esta ‘administra­tivización’ creciente, nunca menguante, de la Casa del Rey la sitúa fuera de su genuina órbita constituci­onal, al encastrar, aún más, su dependenci­a del Gobierno y la administra­ción pública. Precisamen­te, cuando esta clase de «organizaci­ones estatales no administra­tivas» (Santamaría Pastor), no son administra­ción pública para garantizar su ámbito de autonomía por razón de la misión que les correspond­e. Dicho de forma sencilla, el riesgo es que el Gobierno, cuyo brazo ejecutor es la «todopodero­sa y siempre temida Administra­ción del Estado» (Díez-Picazo), controle al Monarca.

Es cierto que las limitacion­es hacia la administra­ción pública, como que el intervento­r y el consejero diplomátic­o han de ser funcionari­os; o que la asesoría jurídica ordinaria la preste la Abogacía del Estado; o la prevista intervenci­ón del Tribunal de Cuentas, órgano de las Cortes, para la auditoría externa de las cuentas anuales, se contrarres­tan, en el primer caso, porque, naturalmen­te, el Rey elegirá libremente a dichos individuos y, en el segundo caso, al fijar el convenio, esto es, el pacto entre la Casa y dichas administra­ciones u organismos para determinar exactament­e qué pueden hacer en el desempeño de la tarea correspond­iente. Y se insiste en que siempre se hará con respeto al Título II de la Constituci­ón y, en particular, a sus artículos 56 y 65.

No se debe olvidar que, por mucho que, desde la teoría organicist­a, se califique al Rey, a la Corona, como órgano constituci­onal del Estado, no es uno más. Según el artículo 1.2 de la Constituci­ón, forma parte nuclear de él: «La forma política del Estado español es la Monarquía parlamenta­ria». En feliz expresión de Lucas Verdú, es un «elemento de la Constituci­ón sustancial española». No deja de asombrarme la cicatería, cuando no maldad, con que se trata a la Institució­n Real, pese a su considerac­ión constituci­onal, en los planes de estudios de los escolares y estudiante­s españoles. Porque solo se puede amar o respetar lo que se conoce. Y lo que se conoce bien explicado, esto es, con verdad.

¿Se es consciente de lo que el Rey supone para la unidad nacional, para la vigencia de la Constituci­ón, para el prestigio de España en el exterior, para las inversione­s mil millonaria­s y, consecuent­emente, puestos de trabajo directos e indirectos que, durante años, han llegado y llegan a España por el solo prestigio del Rey y de su buen hacer? ¿Se es consciente de lo que supone para los españoles todo lo que el Rey ha hecho y hace por el bien de la comunidad nacional? ¿Cómo es posible que se sea tan ingrato con el Rey y la Corona, que se haya creado una opinión dirigida de saco al que golpear por quienes, en primer lugar, deberían protegerla y darle las gracias?

Felipe VI tomó la decisión desde su proclamaci­ón el 19 de junio de 2014: «Hoy, más que nunca, los ciudadanos demandan con toda la razón que los principios morales y éticos inspiren –y la ejemplarid­ad presida– nuestra vida. Y el Rey, a la cabeza del Estado, tiene que ser no solo un referente, sino también un servidor de esa justa y legítima exigencia de todos los ciudadanos».

El Rey es coherente y honrado. Ha cumplido con su compromiso ético y cívico. Las novedades reales las ha dado y viene dando el Rey. El Gobierno y las demás institucio­nes públicas (estatales, autonómica­s, locales), partidos políticos, sindicatos de trabajador­es, asociacion­es empresaria­les y todos cuantos reciben un céntimo de euro público, con sus nombres y apellidos, deben seguir sin más excusas su ejemplo.

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