Juan Carlos I
Nacido en el exilio de Roma, no puede decirse que tuviera infancia
COMO a cuantos han hecho historia, tendrá que ser juzgado por ella. ¿Qué significa eso? Pues con la perspectiva suficiente para situarlo en el lugar que le corresponde. Algo que no pueden hacer sus contemporáneos, al haber participado activa o pasivamente en los acontecimientos de su reinado, pero no tan lejos como para que se hayan borrado sus efectos. Sebastián Haffner sitúa esa perspectiva en «una generación y media posterior», es decir, que queden todavía testigos que puedan confirmarlos o rebatirlos y que la onda de los mismos permita sopesar si los efectos han sido positivos o negativos para su país y sus ciudadanos. ¿Hemos llegado a ese punto para juzgar al Rey Juan Carlos? Temo que no, que hay acontecimientos demasiado recientes, como su expatriación voluntaria, que pesan demasiado para un juicio imparcial. Aparte de que el debate monarquía-república enturbia la atmósfera. Posiblemente sea necesario que Don Juan Carlos emprenda ese viaje definitivo del que no se retorna para el balance definitivo de él y su reinado. Pero hagamos siquiera un esbozo.
¡Qué vida la suya! Larga, movida, contradictoria incluso, llena de sorpresas, buenas y malas. Nacido en el exilio de su familia en Roma, no puede decirse que tuviera infancia, al menos como la de los niños españoles de su generación que jugábamos al fútbol en la calle, había pocos coches, o nos marchábamos de casa nada más comer sin que los padres nos preguntasen dónde íbamos, tan pocos eran los peligros. De Roma a Suiza, de cuyos gélidos colegios le quedará ese arrastrar las erres, tan francés; de allí a Portugal, pues Alemania ha perdido la guerra y se supone que España cambiará pronto, por lo que hay que estar al quite. Pero lo que empieza es un largo forcejeo entre Franco y su padre sobre su educación, que se resuelve enviándolo a Madrid, para hacer un bachillerato con profesores y con discípulos escogidos que va a prolongarse más de dos décadas con su padre putativo y su padre político, que gana el segundo. Pero ni siquiera cuando, finalmente, es nombrado Príncipe de España puede sentirse libre.
Solo tras la muerte de Franco puede empezar a reinar, aunque sabe que debe hacerlo con tanta cautela como decisión, al pugnar fuerzas muy dispares. Elige al jefe del partido oficial como presidente del Gobierno y a un profesor para cambiar el régimen de ‘la ley a la ley’, empezando por el haraquiri de las Cortes. Los españoles están acostumbrados a obedecer y el milagro se produce: se puede pasar de la dictadura a la democracia sin derramamiento de sangre, aunque hay que detener un golpe militar que va a ser la vacuna contra ellos y convierte a Don Juan Carlos en personaje internacional. Posiblemente fue cuando decidió que debía disfrutar de la niñez, adolescencia juventud e incluso madurez que no había tenido. Hasta que, en una cacería africana fue cazado y tuvo que abdicar. A la inmensa mayoría de sus conciudadanos les hubiese bastado. A un Rey, no. Hoy reclama solo que se le permita volver de vez en cuando.