Las llaves de Tecnochtitlan
El escritor Álvaro Enrigue glosa en este artículo el impacto cultural de los trabajos de Matos Moctezuma. Su novela sobre la caída de la antigua ciudad mexica se publicará en otoño
Las abismales diferencias entre la ciudad de México enteca, cacariza y provinciana en la que crecí y la ciudad de México globalizada, potente y espectacular a la que hoy se le desbordan los turistas por todos lados comenzaron a desarrollarse con el proyecto de excavación y exposición de la plaza del Templo Mayor de México-Tenochtitlan que imaginó, dirigió y custodió por años Eduardo Matos Moctezuma, reconocido ayer con el premio Princesa de Asturias. Gracias a su trabajo –«duro, cotidiano y fatal», como decía Darío– los capitalinos de a pie descubrimos que vivíamos en una ciudad con estatura clásica –y que no nos habíamos enterado.
Hasta la excavación y apertura al público de la plaza y museo del Templo Mayor de MéxicoTenochtitlan, el pasado prehispánico era un asunto de paseos escolares y fotos en blanco y negro. La idea, en su hora delirante, de integrar al cotidiano urbano los restos de las construcciones anteriores a la invasión europea, modificó la percepción que la capital más antigua de América tiene de sí misma. Entendimos, gracias al trabajo de Matos Moctezuma, que había un continuo transparente entre la ciudad que fundaron los mexicas en 1325 y la trenza de calles que recorríamos todos los días para ir al supermercado. De pronto resultó que Tenochtitlan estaba ahí, que la ciudad como de fábula en que se encontraron Cortés y Moctezuma no se había ido a ningún lado.
Todo el mundo supo siempre que los restos de Tenochtitlan estaban debajo de México. Las construcciones de edificios nuevos arrojaban cotidianamente monolitos. En 1978 unos trabajadores dieron con un relieve en piedra suficientemente grande para detener los trabajos y pedir la ayuda del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Era la escultura monumental de la diosa Coyolxauhqui, que se sabía por las crónicas del siglo XVI que se encontraba al pie de las escaleras del
Templo Mayor de MéxicoTenochtitlan.
Durante siglos, cuando sucedía un hallazgo como ese, se desenterraba el monolito y se llevaba a un patio –a un museo a partir del XIX. En el año 78 la bonanza petrolera y el hecho de que el presidente de la República era un historiador aficionado produjeron la inyección de capital necesaria para iniciar el rescate de la ciudad antigua. La ambición, el empeño, la capacidad de trabajo de Eduardo Matos Moctezuma –un arqueólogo que se veía más como Allen Ginsberg que como Indiana Jones–, produjeron el milagro.
Todavía recuerdo, con claridad meridiana, el día en que pude visitar la plaza del Templo Mayor por primera vez al poco de que la abrieran. Es un espacio difícil de leer porque Matos Moctezuma –que nos educó a todos en el arte de la arqueología contemporánea—, no reconstruye las obras que excava. Lo que un visitante ve mientras va por los andadores del espacio arqueológico del Templo Mayor no son los basamentos monumentales –«pirámides» les decimos imprecisamente en la lengua de todos los días–, sino el corte a ras de tierra que hicieron los constructores –indígenas también– del siglo XVI. Esos constructores transformaron la ciudadela de los templos de Tenochtitlan –un espacio sólo sagrado– en el barrio en el que vivirían los recién llegados.
Esa transformación de espacio de culto a fortaleza de aspecto vagamente europeo se hizo con las piedras de los templos, a los que, antes de la invasión, se les agregaba una capa nueva cada 52 años. Lo que el visitante de la Plaza del Templo Mayor ve es, entonces, un corte de las cuatro capas de templos encimados – como los cuatro pisos de una tarta de boda cuando ya está horizontal en el plato de postre. Al final de los andadores está el templo chiquito, primitivo y un poco pandeado que alzaron los primeros mexicas cuando todavía ni siquiera podrían haber soñado la ciudad alucinante e imperial cuyo nombre todavía nos marca y conmueve unos 130 millones de locos: México.
Y eso existe porque existe Eduardo Matos Moctezuma. Su legado es descomunal, no sólo literalmente. A vuelo de pájaro cuento cinco libros suyos en mi librero, sin incluir los catálogos. El primero que leí, ‘Muerte a filo de obsidiana’, lo compré y devoré siendo apenas adolescente. Muy probablemente venga de esa lectura –para mí tan clásica como los libros de Jaques Soustelle o Paul Westheim– la pasión por el pasado prehispánico que ha regido mi vida. Las nuevas visiones de la ciudad de MéxicoTenochtitlan, que han transformado el sitio en nuestras mentes de una estampa histórica a un lugar dinámico que sigue vivo –pienso en los extraordinarios libros de Camila Townsend o Barbara B. Mundy– son deudoras indiscutibles del trabajo interpretativo de Matos Moctezuma. Su ‘Vida y muerte en el templo mayor’ sigue siendo tan útil que fue la base de la novela que terminé hace unos meses y saldrá en el otoño.
Para escribir esa novela hice largos viajes de investigación a la ciudad de México. En uno de ellos tuve la fortuna de visitar las nuevas ventanas arqueológicas, descubiertas gracias al trabajo de Raúl Barrera. Dado que Tenochtitlan descansa debajo de palacios coloniales también invaluables, en los últimos años la arqueología de la capital de los mexicas se ha hecho mediante la excavación de túneles.
Una arqueóloga me había dado el teléfono de Raúl Barrera y me había dicho: «Él tiene las llaves de Tenochtitlan». Estando en la ciudad de México, le marqué, pensando que lo de las llaves era una metáfora. Me respondió, me dio cita y nos encontramos a las puertas de una de las casonas del centro. Sacó un llavero con el que abrió el portón y me llevó a hacer el viaje más extraordinario que he hecho en mi vida. Una larga caminata por los subterráneos en que está intacta la capital de los mexicas.
Después de la visita fuimos a comer. Barrera, arqueólogo en jefe de la ciudad de México, me contó entonces una historia que pinta de cuerpo entero a Matos Moctezuma.
Cuando era niño, don Raúl, un hombre cien por ciento indígena, solía caminar con su abuelo a unas ruinas cercanas al caserío en que nació en las montañas del estado de Guerrero. Almorzaban ahí, y el abuelo le contaba «las historias de los viejos». Un día cualquiera llegaron a las ruinas y había unos arqueólogos estudiándolas. El jefe del grupo –un hippie de la ciudad de México, algo que el niño nunca había visto– notó su interés por el pasado y le permitió participar en la excavación. Cuando terminaron le dio su tarjeta y le dijo que tenía futuro en el campo; que si iba a la ciudad de México lo visitara. La tarjeta decía ‘Eduardo Matos Moctezuma’.
Cuando terminó el Bachillerato, Barrera juntó un rollito de pesos, metió tres mudas de ropa en una bolsa y se fue a buscar a Matos en la ciudad de México. En la tarjeta decía que el barbudo trabajaba en la
Escuela Nacional de Antropología e Historia, situada en el Museo de Antropología. Tomó un autobús, llegó a la ciudad y se fue directo al museo, donde tocó la puerta de su oficina. Matos le dijo: «Perfecto», y lo inscribió ahí mismo.
Lo demás es historia. La de Raúl Barrera, pero también la de todos nosotros.