Despedida en el Eligio
No puedo ni quiero aceptar que la vida se reduzca a un mero ‘carpe diem’, al disfrute del presente
DECÍA John Lennon que la vida es lo que te está sucediendo mientras haces planes. Domingo Villar viajó a Vigo para ver a su madre y estuvo en Balaídos para disfrutar del Celta. Horas después, estaba en el hospital luchando contra la muerte. Perdió la batalla. El domingo era una persona llena de vitalidad con proyectos entre los que estaba una obra de teatro y la cuarta novela de Leo Caldas. Hoy sólo quedan sus cenizas. Y no puedo dejar de preguntarme por qué. Ya sé que no hay respuesta, pero su desaparición es tan incomprensible como absurda. Sólo es posible sentir rabia y perplejidad ante una muerte que deja un profundo vacío.
Tras su fallecimiento, su mujer, sus hijos, sus hermanos y sus amigos fuimos a despedirle al Eligio, un bar de Vigo que acostumbraba a frecuentar y escenario habitual de las andanzas de Caldas. Allí tiene una mesa en un rincón con su nombre y en la pared del fondo estaban todos sus libros. Fue un momento triste y emocionante en el que flotaba sobre el ambiente que a Domingo le hubiera gustado que toda la gente que le quería se congregara en el Eligio para recordarle. Naturalmente, brindamos por él con Ribeiro y cantamos su canción favorita: «Azurro, el pomeriggio è tropo azurro e longo per me».
Fue una especie de rito que hizo más soportable su muerte, pero en la soledad del hotel sentí el agobio de la idea de que jamás volveríamos a verle. Me vino a la cabeza ‘El séptimo sello’, la película de Bergman en la que el caballero entretiene a la Parca mientras juega al ajedrez. Domingo no pudo engañar ni distraer a la Vieja Señora. La muerte le cogió de improviso o al menos él no había transmitido a nadie la posibilidad de un final cercano. Tenía 51 años, buena salud y una familia que le adoraba. ¿Por qué? ¿Tiene algún sentido su final? ¿Es acaso el azar quien gobierna nuestras vidas? ¿O hay algún secreto designio que no podemos vislumbrar? En cualquier caso, Dios se mantiene en silencio ante las desgracias de los hombres. Es cierto que hay personas que tienen fe y obtienen un consuelo en creer que Domingo está sentado ya al lado de Dios en el Paraíso. Pero yo sólo puedo constatar su aniquilación física y su abrupta disolución en el misterio del más allá.
Como escribía Camus, la única pregunta pertinente e inevitable es si la vida tiene sentido. Todo lo demás viene por añadidura. Para mí, no lo tiene porque Domingo era un ser bondadoso que irradiaba fulgor hacia los suyos. En un mundo lleno de hijos de puta, ¿por qué Dios se lo ha llevado? No puedo ni quiero aceptar que la vida se reduzca a un mero ‘carpe diem’, al disfrute del presente. Y ello porque esa filosofía sólo conduce a un hedonismo que rechazo. Pero tampoco encuentro ninguna causa trascendente que dé un sentido a nuestro paso por este mundo. Estamos condenados a vivir en la incertidumbre. Y diría que la mano invisible del azar mueve los hilos de nuestro destino. Cada vez que vuelva a Vigo iré al Eligio a tomar un ribeiro en su memoria.