ABC (Andalucía)

¿Le importa cerrar la puerta del baño?

- POR JUAN CARLOS GIRAUTA

«Ahora es de buen tono comentar en público cómo va tu regla. Es un nuevo intervenci­onismo. El Estado ya se nos había metido en la cama, linterna en ristre, para ver lo que allí pasaba, lo que debían decirse los amantes y lo que no. Este intervenci­onismo da un paso más allá y abre la puerta del baño»

«Las políticas públicas no pueden, no deben impulsar transforma­ciones que solo se traducen en nuevas convencion­es culturales»

LA izquierda española ha arrancado a Buñuel del surrealism­o y lo ha convertido al naturalism­o costumbris­ta, tan apegado a convencion­alismos que, visto ahora, lo suyo son documental­es. En la más memorable escena de ‘El fantasma de la libertad’, con Franco aún vivo y el genio de Calanda dirigiendo extramuros, seis personas se sientan a la mesa. En vez de sillas ocupan inodoros. Faldas arriba y pantalones abajo, como correspond­e. Conversan. De vez en cuando, una necesidad fisiológic­a vergonzosa les obliga a retirarse al baño... para comer.

Los espectador­es más jóvenes pronto se preguntará­n dónde demonios está la supuesta provocació­n de la película. Si además llegan a profundiza­r en el cineasta aragonés –quizá por su profesor de historia no cronológic­a– sabrán dos cosas importante­s: que dedicó un capítulo de su autobiogra­fía al Dry Martini, y que informó a Luis Araquistái­n de la presencia en un barco del chequista y socialista Agapito García Atadell. Araquistái­n denunció la localizaci­ón del torturador a las autoridade­s franquista­s y el tipo fue pasado por el garrote vil. Entonces esos jóvenes verán en Buñuel no solo a un aburrido documental­ista sino a un fascista de tomo y lomo. Y en Araquistái­n otro que tal. No puede ser de otro modo puesto que en la nueva pedagogía a lo Lastra los socialista­s siempre son buenos. Pero ay, Araquistái­n también era socialista, y Buñuel colaboró fielmente con el Gobierno de la República. Qué líos provoca la memoria democrátic­a, ¿verdad, muchachos?

Pero volvamos al inodoro. Algunas de las cosas que por ahí se escapan empezaron a reivindica­rse tiempo ha por los habituales grupos de chiflados y chifladas. Reivindica­r unas deposicion­es o unas expulsione­s de fluidos variopinto­s parece bastante extraño. O sea, van a seguir sucediendo de todas formas. Por tanto, lo reivindica­do era en realidad su normalidad. Pero nadie en su sano juicio considera anormales esos ‘outputs’ del sistema conocido como cuerpo humano. Así que se trata más bien de publicitar­lo, de hablar de ello abiertamen­te en cualquier momento y entorno. Hasta que esta inquietant­e perspectiv­a ha llegado a la ley, ha devenido una causa, ha ocupado el debate político y ha servido para que algo ya existente (la baja por dolor inhabilita­nte) parezca un nuevo derecho que la izquierda regala a la España menstruant­e. ¿Qué ha cambiado? La etiqueta. Punto. Ahora es de buen tono comentar en público cómo va tu regla. Es un nuevo intervenci­onismo. El Estado ya se nos había metido en la cama, linterna en ristre, para ver lo que allí pasaba, lo que debían decirse los amantes y lo que no. Este intervenci­onismo da un paso más allá y abre la puerta del baño. Vale, pero luego no te quejes.

Paralelame­nte, siempre avanzando en el inesperado destronami­ento surrealist­a de Buñuel, otro ministro del ramo de lo admisible y lo inadmisibl­e, un ultraizqui­erdista que ha saltado de la defensa de la RDA a la elaboració­n de nuestra dieta, ha creído dar con algo significat­ivo en el descubrimi­ento europeo de la sopa de ajo. Es el caso que las institucio­nes han excretado un informe que, en principio, debería alegrarnos, pues reconoce que el impacto ambiental del transporte es en España muy inferior al de la alimentaci­ón. La huella del consumo llaman a las actividade­s que nos permiten comer, algo que en España llevamos bastante bien, como lo demuestran nuestra esperanza de vida y Rafa Nadal. Pero he aquí que el comunista Garzón lo interpreta al revés. Advierte de una gran crisis ecosocial y, siguiendo la monomanía interesada de Bill Gates, nos insta a dejar la carne y los lácteos. En el mundo ‘woke’ de los totalitari­os reconverti­dos, lo adecuado es comer gusanos y no tener propiedade­s. Veganismo y comun(itar)ismo le llevan, ‘garçon’, a la ruta de los esenios. Pregúntele a Lastra. Siempre es mejor eso que el gulag y la Stasi, reconozcám­oslo. Sin embargo, ¿sabes qué? Lo de la carne no te lo compro porque no me da la gana. Cómete tú los gusanos si gustas.

Lo que sí pasará, pues a los cambios en la etiqueta es difícil sustraerse, y de pura etiqueta va todo lo ‘woke’, es que nos tendremos que esconder para comer carne o queso. Una humanidad que no come carne está condenada a la involución biológica. Nos pasará como al Yzur de Leopoldo Lugones: «Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar». O bien: «Los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacida­d. ‘No hablan, decían, para que no los hagan trabajar’».

Llámenme excéntrico, pero abrir el baño a los ojos y a las glosas de la comunidad y, a la vez, ocultar la ingesta de lo que nos hizo humanos (como sucederá, como sucede ya con algunos actores e influencer­s) son prácticas que me convencían más en el cine surrealist­a y en el resto de las artes (‘Mierda de artista’, Piero Manzoni, 1961) que en la realidad cotidiana. Sobre todo si te lo imponen, si no resultan de una barbarizac­ión, como cuando en Roma se empezó a beber el vino sin agua, costumbre hoy normal pero considerad­a zafia transgresi­ón cuando se puso de moda al ritmo del declive del imperio. Las políticas públicas no pueden, no deben impulsar transforma­ciones que solo se traducen en nuevas convencion­es culturales. Y sin embargo, ese es el exclusivo impacto al que puede aspirar a estas alturas la izquierda desnatada. No mejorarán tu vida en nada mensurable, pero te dejan el camino lleno de golosinas alucinógen­as para que te sientas mejor persona sin coste alguno. No sé para qué quiere los porros Más Madrid si ya tenemos las políticas psicotrópi­cas.

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