ABC (Andalucía)

«Si lo de Ucrania fuera en Argentina, quizás estaría con un fusil en la mano»

► El intérprete argentino se encuentra de nuevo en España de gira con la obra ‘Escenas de la vida conyugal’, junto con Andrea Pietra

- JULIO BRAVO

Lleva Ricardo Darín casi una década embarcado en un proyecto teatral –‘Escenas de la vida conyugal’, de Ingmar Bergman, que interpreta junto con Andrea Pietra, los dos bajo la dirección de Norma Aleandro–. Ha visitado con la obra varias veces nuestro país, pero no importa; el actor argentino sigue siendo un imán, parece que irresistib­le, para el público español. Tras visitar ciudades como Las Palmas de Gran Canaria, Santiago de Compostela, Granada o Málaga –donde se lleva a cabo esta entrevista, en el Teatro Soho Caixabank, y donde se encuentra este fin de semana–, el montaje concluirá gira en Sevilla (Auditorio Nissan Cartuja, del 25 al 29 de mayo) y Madrid (Teatro Marquina, del 1 al 5 de junio). Darín tiene una conversaci­ón acariciado­ra que no abandona nunca la ‘mezzavoce’, ni siquiera cuando su mirada, habitualme­nte dulce, se encrespa al abordar algunos temas.

—Han pasado nueve años desde que estrenó esta función en Buenos Aires. Mucho tiempo para un actor.

—Mucho tiempo para todos...

—Efectivame­nte. ¿Cómo influye eso en la función?

—Muchas de las situacione­s que se plantean sobre el conflicto en el escenario se han resignific­ado de alguna forma. Andrea y yo lo hablamos mucho, nos gusta analizar hasta qué punto tiene vigencia lo que estamos tratando, o es una cosa arcaica que arrastramo­s de hace años. Lo que ocurre con el paso del tiempo es que uno... Es como cuando te preguntan: ¿qué es la vida? La vida es eso que está ocurriendo mientras uno se pregunta qué es la vida. Yo segurament­e me muevo de otra forma en el escenario, segurament­e he acumulado más dolores... Pero el escenario es absolutame­nte terapéutic­o. Yo lo experiment­é más de una vez. Muchas veces te pasa que llegas para hacer la función y vienes arrastrand­o un día pésimo, y te subes al escenario... Por eso digo que el teatro nos ofrece a los actores la oportunida­d de dejar de ser nosotros mismos por un rato. Eso te da un poco de objetivida­d, porque cuando uno vuelve a ser uno mismo, cuando uno se baja del escenario, algo se movió.

—¿También es adictivo?

—Sí, para mí, sí. Profundame­nte adictivo. No me imagino no subiéndome al escenario. En el cine, el actor depende tan poco de uno y tanto de todos los demás que hay una pérdida de libertad. En el teatro, no. El teatro es el refugio del actor, es la trinchera, de donde no nos van a poder mover jamás. Hacer cine no es todo lo glamuroso que nos imaginamos. Sin embargo, el teatro es una liberación de uno mismo. Estás obligado a no ser tú mismo por un rato largo y eso es muy beneficios­o. Es muy bueno porque a veces estamos atiborrado­s de cuestiones personales, estamos agobiados con las cosas que arrastramo­s... Por eso es adictivo también.

—Pero al mismo tiempo, uno puede llevar sin querer su estado de ánimo, de alguna manera, a la función.

—Sin duda. Pero ahí es donde se empieza a tallar la capacidad de escindirse de uno mismo. No todo el mundo lo puede conseguir, y habrá tantos casos como personas tratemos de analizar. Yo he subido al escenario con 38 o 39 grados de fiebre, y lo he olvidado durante la función; me he acordado de eso diez minutos después de terminar. Pasa algo extraño, es muy difícil de explicar. La obligación de intentar ser otra persona por un rato produce un movimiento extraño, incluso orgánico, creo yo.

—Encontrars­e con el público también imagino que es una carga de energía...

—Esa es la parte más loca. Porque si la audiencia supiera hasta qué punto su participac­ión en un evento teatral es activa y no pasiva, como muchos creen... Si supieran hasta qué punto se puede oír un silencio de 700 u 800 personas... El teatro es peligroso. Está ocurriendo ahí. Hay cantidades de anécdotas; a mí me ha pasado... En una ocasión, interpreta­ba una obra muy dramática, ‘Algo en común’, de Harvey Fierstein, que contaba el encuentro entre una mujer y un hombre que habían sido pareja, en momentos diferentes, del mismo hombre, que acababa de fallecer. Yo tenía un monólogo que duraba, no sé, cuatro o cinco minutos, de un dramatismo espeluznan­te. Un día llegué a hacer la función, y me di cuenta de que estaba en uno de esos días que uno se siente no apto para todo eso. Había entrado mal, con el pie izquierdo. Cuando llegó el momento del monólogo, entré en pánico, lo empecé a pasar mal. Era un monólogo muy arriesgado porque era en el proscenio, de cara al público: no había quien me salvara. Y empecé a relatar mi monólogo, el relato de cómo había muerto este hombre, el amor de su vida, en sus brazos. ¡Y se lo contaba a su exmujer! No me podía oír a mí mismo; me sonaba mal lo que decía. Y en una pausa, escucho en la tercera o cuarta fila el llanto de una señora; contenido, no expulsado, para dentro... Se me pone la piel de gallina todavía al recordarlo. Era algo tan profundo que ella me devolvió al escenario. Automática­mente, me reubicó y creo que terminé haciendo la mejor versión de ese monólogo. Ella me dio la herramient­a. Eso es el público.

—Hablemos de la pandemia; aparte de los efectos económicos, ¿cree que va a suponer algo para el teatro o sólo un paréntesis?

—Llevamos más de un mes con esta gira y estoy sorprendid­o con la felicidad que se nota en la gente por poder estar de nuevo bajo un mismo techo con sus semejantes. Se nota en la tertulia previa al inicio de una función, cuando se están acomodando en el patio de butacas: hay murmullos y una excitación que se escucha del otro lado del telón. Es muy fuerte, pero muy fuerte. La gente se ha vuelto a intercomun­icar. Si el teatro, además, sirve para eso, chapó. Todos estuvimos recluidos en casa viendo películas y series... Ahora resulta que estamos saliendo de nuevo a la vida, y valoro mucho ese impulso humano de tratar de recuperar lo que hemos perdido y que no sabíamos que valía tanto porque lo tomábamos con naturalida­d: ¿qué hago?, ¿voy a ver a mi madre mañana o lo dejo para el lunes? Hemos descubiert­o que tiene que ser mañana, no el lunes. Y si puede ser hoy, mejor. Hay muchas cosas que reacomodar todavía; es como si hubiéramos necesitado que nos peguen un par de bofetadas para despertar.

—Y ahí entra el papel del arte; en estos tiempos de utilitaris­mo, la cul

tura, el arte, parecen residuales. —Bueno, pero cuando estuvimos encerrados nos dimos cuenta hasta qué punto nos permitía el bálsamo.

—Y no sólo eso, sino la necesidad del vivo, la necesidad de enfrentars­e a la obra de arte en comunión.

—La pandemia, las restriccio­nes, el confinamie­nto, nos otorgaron una serie de posibles reflexione­s que no todo el mundo tomó. Hay quien siempre está mirando para otro lado o pensando cuál es el último modelo de teléfono. La sociedad de consumo nos tiene tan narcotizad­os que creemos que somos unos imbéciles si no tenemos el último modelo de lo que sea. Y hemos necesitado que vengan a pegarnos un par de ‘bifes’ para darnos cuenta de que estábamos mirando la película equivocada. Ni hablar de lo que está ocurriendo en Ucrania y este horror al que estamos asistiendo, creo yo, en forma bastante extraña y casi diría que narcotizad­a; no tenemos una reacción acorde a lo que está ocurriendo, estamos pendientes de las noticias con cierta distancia. Hasta que el agua no nos llega a los pies no reaccionam­os, no nos ponemos en la piel de lo que está pasando con la gente: con los niños, las mujeres, los ancianos, la gente inocente, civiles que no tienen nada que ver con nada y que están en manos de unos tipos que están jugando a no sé qué juego perverso. No sé qué nos pasa.

—Y uno se plantea: ¿qué hago yo haciendo teatro cuando está pasando esto?

—Sí, claro.

— ¿Y qué se responde?

—Leí que algunos hombres y mujeres ucranianos abandonaba­n sus actividade­s para volver a luchar por su país, y me produjo una profunda emoción leer y ver vídeos y charlas que estaban dando al respecto: tenistas, jugadores de fútbol, boxeadores, actores... Yo creo que el arte, el teatro en particular, y muchas otras expresione­s artísticas, son la resistenci­a. No solo mentalment­e, sino emocionalm­ente. Nosotros tenemos que seguir haciendo lo que podemos hacer y no dormirnos. Podemos hablar y denunciar, como estamos haciendo aquí, sin dejar de hablar de nuestro objetivo... Si lo que está ocurriendo en Ucrania estuviera ocurriendo en Argentina, yo no estaría hablando de esta manera ni estaría en este estado. Estaría en estos momentos corriendo de un lado a otro, volando de palo a palo, como decimos en términos futbolísti­cos, tratando de saber dónde está mi familia, mis amigos, mi gente, y qué se puede hacer al respecto. O a lo mejor estaría con un fusil en la mano.

—En Argentina tuvieron una situación muy grave, la dictadura militar y los desapareci­dos, no hace tanto tiempo...

—Mi próxima película, ‘Argentina 1985’, habla precisamen­te del juicio a las dictaduras militares; yo interpreto al fiscal Julio César Strassera. Fue horroroso, sigue siendo horroroso, y si no aprendemos de eso... Leí el otro día a alguien que decía que el problema de la democracia es creer que una vez que se consigue ya está y no va a ser modificada por nada. Y seguía: no, eso es un peligro. No pensemos así, porque eso atenta contra la democracia. Y es verdad, están siempre ahí, no específica­mente en este caso, en la Argentina, porque la democracia se ha ido consolidan­do a pesar de nosotros, a pesar de que no hemos aprendido lo suficiente. Pero es un país que atravesó muchas interrupci­ones democrátic­as, y es lógico entender que tiene que pasar más agua bajo el puente, que espero que no sea de la misma calaña. Tenemos que discutir, ponernos de acuerdo y por fin tratar de mirar en una misma dirección más allá de que se piense de forma distinta...

—¿Y duele contar esa historia?

—No, a mí me llenó de orgullo interpreta­r a Strassera. Sabía muy poco de él, como la mayor parte de los argentinos. Y ni hablar de los más jóvenes; la Argentina es un país con infinidad de virtudes, pero también tenemos algunas cuestiones por resolver; nuestra memoria es rara, muy rara. Yo estoy seguro que las generacion­es de los chicos hoy en día no tienen ni idea de lo que ocurrió, por eso tengo la emoción de que ojalá los ayude a entender un poco más de lo que pasó en nuestra historia.

—¿Tiene la sensación de que hay mucho menos interés entre los jóvenes por conocer el pasado?

—Puede ser, pero no sé si es responsabi­lidad de ellos. Hay dos cosas que confluyen: el nivel de informació­n que están manejando y la procesador­a de informació­n que cada uno de ellos tiene. Es una tormenta de informació­n y hay que estar muy preparado mentalment­e para poder decodifica­rla y procesarla; y creo que no les da el tiempo. Además, se vive a una velocidad inusitada, todo el avance tecnológic­o que nos ha proporcion­ado maravillas como tener en la mano un teléfono que me comunica con mi hija que está en Buenos Aires y poder verla cara a cara... Eso, que lo agradezco y que se debe a la inteligenc­ia humana en superación, conlleva al mismo tiempo una serie de otros efectos colaterale­s, como que estemos todo el tiempo pendientes de esto y que la vida en el tú a tú se haya resentido. Es una bisagra. Algo va a ocurrir con todo esto, porque se tiene que reacomodar, tenemos que volver a un punto de equilibrio. Estamos superados por la tecnología, y lo que veremos de aquí a una época...

«Es el refugio del actor, es la trinchera, de donde no nos van a poder mover jamás»

Ucrania «Lo que está sucediendo es un horror al que estamos asistiendo, creo yo, en forma bastante extraña y casi diría que narcotizad­a»

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