La maldición de la espada
Hoyaba la arena Cascabel.
Así, con ‘y’ –a lo cubano–, hacía surcos con el hocico. «Cómo coloca la cara», decían. Era la nueva forma de expresar que un toro humilla y que a muchos revisteros antiguos les horrorizaría. Embestía este garcigrande con una profundidad que rozaba la embestida mexicana, tan dormida. Y más aún la ralentizó
Tomás Rufo, dueño del temple de Castilla. Impresionaba a los tendidos ver a un matador tan joven «con esa serenidad» en su novena corrida. Nueve tardes de gracia. En cartel de figuras, cotizaba al alza el toledano. Y no falló. García-Page, un socialista que no comulga con la religión antitaurina de Sánchez, aplaudía entusiasmado al torero de Pepino. Decía el confirmante en el callejón que le habían aflorado los nervios, aunque nadie lo notó: «Ha estado enorme», comentaban en la barrera del 9 mientras paseaba la oreja pedida por amplia mayoría. Entre la algarabía, un espectador del 5 le lanzó un gallo. Según contaba El Pasmo, tres más le quedaban en la caja. «Va a tener que ir al corral a por más», soltó un señor tras el triunfal arranque.
No hizo falta ave alguna en el siguiente. Un inválido fue y, sorprendentemente, en el 7 apenas se le protestó. «Que sois los guardianes de la seriedad», apuntaron en la sombra. Más duró la hora final que la faena de
El Juli a un Visitante que podría haberse quedado en su Salamanca natal. En medio del sopor, la expectación la acaparaba entonces Luis Miguel Rodríguez, cada tarde con nueva compañía. «El Chatarrero, triunfador de la feria», bromeó Jaramillo.
Apenas media protesta al escurrido tercero. «¿Complot de silencio?, se preguntaban ayer los amigos de
‘Casta y bravura’. Solo dos doblones de Talavante en un mar de aburrimiento. «No ha estado a gusto», afirmó
Joaquín Peñalver. Sin necesidad de VAR, el bajonazo lo corroboró. Ahora sí arreciaron los pitos. Lo lamentaba
Mikel Urmeneta, deseoso de toparse con la magia ‘talavantista’... Como el chef José Andrés, al que alababan su labor humanitaria.
Y, de repente, en el quinto, resurgió
Alejandro Magno. De rodillas, por fin conectó con la Monumental. Dos veces se hincó penitente, con seco valor. Frente a la bandera de las siete estrellas, levantó un majestuoso pase de pecho desafiando al toro y al tendido. «¿Esto es lo que queréis? Pues aquí lo tenéis», se leía en el torero. Y en ese terreno del cante grande de tantas tardes planteó la obra. «¡Este sí es Talavante!», clamaban mientras clavaba juntas las zapatillas al natural. «Este tremendismo no me gusta», señaló un extremeño. Y se desató la bronca: «Váyase al cine», le replicaron. Un desplante a cuerpo limpio puso el colofón, pero el pinchazo enfrió rápidamente los ánimos. «Las retiradas pesan», se oyó.
El que conectó de principio a fin fue El Juli en el cuarto. Como nunca está Madrid con el de Velilla; como nunca está el de Velilla en Madrid. «Sabe latín», pensó el latinista Emilio
del Río. Julián López volvía a rendir el frente venteño. Menos a un soldado: «Todo mentira», vociferó. Sus palabras se tragó cuando el público se puso en pie por una tanda en el espacio en el que se baila un chotis. «Qué listo ha sido con los terrenos», anotó un experto. Frente al 5, el hombre de los gallos ya andaba preparado para tirarle toda la jaula. Otra vez la maldición de la espada lo dejó sin la Puerta Grande presentida.
Una espada que, en el caso de los excesivos ‘julipiés’ –de los que se habló largo y tendido en la grada– no es la sagrada de Kazuhisa Takenouchi. Ni los dos avisos reprimieron la petición de oreja, pero Juan Francisco
García optó por no concederla. Sí otorgaría a Rufo el trofeo que le subía al cielo capitalino en el sexto: «¿Dónde está el toro de Madrid?», rugió un aficionado. Los más exigentes ponían orden: «Esta oreja ha sido muy barata». Eso sí, los abonados hablaban del prometedor futuro de Tomás. Sin olvidar a Julián, autor de otra faena para enmarcar.