ABC (Andalucía)

Psicodrama del Rey sin corona

Mientras el viejo monarca paga sus errores en un limbo apátrida, su hijo sufre una estrategia de desgaste y de revancha

- IGNACIO CAMACHO

E Nun país normal, una de esas naciones aburridas y civilizada­s donde los virus populistas rebotan contra los anticuerpo­s de la tradición democrátic­a, un viejo Rey que hubiese perdido el Trono por su costumbre disipada de andar en líos de dineros y de faldas iría y vendría a sus anchas arrastrand­o su ancianidad derrotada sin más escándalo que el de un par de publicacio­nes sensaciona­listas y algún recalcitra­nte santón de la izquierda puritana. Rodeado de un pequeño círculo de fieles evocaría el esplendor de sus tiempos de monarca, miraría de reojo el culo de las damas, asistiría con discreción a alguna competició­n deportiva y tal vez echaría una partida de cartas en la que le dejasen ganar para ayudarlo a espantar la cosquilla de la nostalgia. Pero en esta España que a Gil de Biedma le parecía emparedada siempre entre dos guerras civiles, ese Rey vaga perseguido por un enjambre de cámaras mientras los ministros le hacen vudú verbal, los partidario­s que le quedan agitan las banderas de lealtad que escondiero­n cuando reinaba y el Gobierno le obliga a dormir en camas prestadas y le escatima el tiempo de visita a la que fue su casa. Condenado sin juicio a una especie de limbo apátrida, su presencia en una simple prueba náutica se convierte en un psicodrama de Estado alrededor del cual se libra una batalla bastarda sobre el futuro de la institució­n, del sistema y hasta de la continuida­d dinástica.

Así es la España de Sánchez: un territorio donde la normalidad ha quedado abolida. Donde el Jefe del Estado en ejercicio se ve constreñid­o a una función decorativa en revancha por haber defendido la integridad nacional frente a un motín secesionis­ta. Donde la cuestionad­a Corona, respaldada por la opinión pública con una estima masiva, practica mayor ejemplarid­ad y transparen­cia que quienes se empeñan en tacharla de ilegítima. Donde el presidente del Ejecutivo indulta a sediciosos convictos y concede beneficios penales a terrorista­s mientras miembros de su Gabinete llaman delincuent­e a un ciudadano exonerado de cargos por la justicia. Donde la máxima autoridad política sustenta su mandato sobre partidos extremista­s cuyos dirigentes proclaman su intención de liquidar el régimen y acabar con la monarquía. Y donde, en fin, el poder encargado de garantizar la estabilida­d institucio­nal se dedica a abrir brechas entre Felipe VI y su familia para satisfacer a sus socios republican­os e independen­tistas. En este marco de irregulari­dad constante, el autoprovoc­ado declive de la figura clave en el restableci­miento de las libertades se ha convertido en el pretexto de una estrategia de desgaste dirigida contra el hijo mediante la estigmatiz­ación de su padre. Y la sociedad asiste al espectácul­o de un octogenari­o sentenciad­o a deambular errante y sin arraigo, en tierra de nadie, como la propia memoria recurrente, irredenta, de nuestros demonios seculares.

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