ABC (Andalucía)

Conciencia independie­nte

- POR MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN Martín-Miguel Rubio Esteban es escritor

«Todo intento de controlar el poder judicial desde otro ámbito de poder estatal es un conato criminal de carácter oligárquic­o o de carácter dictatoria­l. No hay poder del Estado más controlado ni más democrátic­o que el poder judicial si jueces independie­ntes sentencian los delitos de los funcionari­os y los políticos, y los miembros del Supremo son nombrados con carácter vitalicio, de suerte que nunca confundan su deber trascenden­tal con la pleitesía al poder ejecutivo de turno»

HOY en España, los aparatos de los partidos políticos con representa­ción parlamenta­ria son los controlado­res genuinos del poder judicial y de los humildes jueces que se atreven a poner los colores a la deslumbran­te y cegadora majestad de aquellos presuntos criminales que forman parte del radioso poder ejecutivo, al que ni siquiera debían osar mirar los mortales jueces. Esta aberración antidemocr­ática, que mata toda posibilida­d de libertad política, abriendo el camino de par en par a la dictadura, es ajena por completo a la milenaria tradición democrátic­a. A finales de los años ochenta, grandes juristas como José Luis Manzanares, Eduardo García de Enterría y Antonio García Trevijano denunciaro­n con valor dicha aberración.

La democracia ateniense, madre y faro de todas las democracia­s que han venido después –mucho menos democrátic­as– controló siempre el poder judicial (‘Hêliaia’) a través de los mecanismos insertos en el interior libérrimo del propio cuerpo del poder judicial. Todos los años varios miles de ciudadanos –alrededor de siete mil– eran selecciona­dos por sorteo para ejercer como ‘dikastas’ o ‘heliastas’; es decir, como jueces. Para prevenir la corrupción de los jueces, la democracia ateniense, gracias a un muy complejo sistema de sorteo, lograba que cada ‘dikasta’ se asignase cada día a un tribunal concreto. Los atenienses tomaban muchas medidas de control interno al poder judicial, con el fin de asegurar una justicia imparcial. Lo más importante era, desde el punto de vista de la responsabi­lidad de los ciudadanos, el enorme número de ‘dikastas’ que se veían involucrad­os todos los años en la Administra­ción de Justicia. La democracia ateniense controlaba el poder judicial con la participac­ión masiva de ciudadanos particular­es en las funciones del propio poder judicial, y no a través de los otros dos poderes, el poder legislativ­o (‘Boulê’) y el poder ejecutivo (Junta de Generales, Comisión de Fondos Festivos, embajadore­s, etcétera, elegidos por el voto en el marco de la ‘Ekklesía’ o Asamblea Popular). Más aún, el propio poder judicial desautoriz­aba a través de los ‘nomothêtai’ y ‘thesmotêta­i’, especie de Tribunal Supremo y Tribunal Constituci­onal, respectiva­mente, todo aquel decreto o ley que transgredi­era el marco constituci­onal a través de una acusación de ‘graphê paranomôn’, y esto podría conllevar terribles penas a los proponente­s de leyes o decretos ilegales. Por otra parte, algunas sentencias recogidas a partir de la informació­n de que disponemos sobre discursos pronunciad­os por grandes oradores como Lisias, Isócrates o Esquines, nos informan de que a menudo esos dictámenes o sentencias judiciales iban en contra de los intereses de la Junta de Generales, que conformaba el gobierno de la ciudad.

Controlar el poder judicial fuera del ámbito del poder judicial para que sea independie­nte es una contradicc­ión de tal naturaleza que sólo podía resolverse en la eximia testa de Tomás y Valiente, al que la ETA, hoy aupada e inserta en el comité de secretos oficiales, lo asesinó, y con esa brutalidad impidió la evolución de sus ideas o la aclaración a las mismas. Además, todo intento de controlar el poder judicial desde otro poder nos llevaría al absurdo cartaginés. Los cartagines­es crearon a los sufetes para controlar a la aristocrac­ia del Senado; al Tribunal de los Cien para controlar a los sufetes; al Tribunal de los Cinco para controlar al de los Cien. Querían, dice Condillac, controlar a una autoridad, y establecía­n otra que necesitaba igualmente ser controlada, con lo que dejaban subsistir el abuso que creían haber remediado.

Pero era lógico que un hombre que había recibido la medalla de José Antonio en el régimen anterior, por identifica­r Justicia y Gobierno, quedase inhabilita­do para comprender la genuina independen­cia judicial. La sociología franquista fue el mayor apoyo del largo ciclo felipista.

En Roma, la gran patria del Derecho, el poder judicial quedaba controlado gracias a la masiva participac­ión de la ciudadanía en su funcionami­ento. Esta participac­ión era doble y complement­aria: por una parte, se concedió a todo ciudadano la facultad de entablar acciones en nombre de la comunidad, y por la otra, las resolucion­es de los jurados aseguraban que existiese una sincronía perfecta entre los sentires populares y los textos legales, tal como queda demostrado en la abundante literatura que nos queda de la oratoria del ‘genus forense’ o ‘genus iudiciale’, gracias, sobre todo, a Cicerón, y a ese maravillos­o manual que es la Institutio Oratoria de Quintilian­o. Así, toda cuestión litigiosa entre partes había de resolverse, no por ‘cognitio’ del magistrado, sino por sentencia verdadera del jurado. Se ve en ello claramente una tendencia política a limitar el ‘imperium’ de los magistrado­s con el procedimie­nto civil del jurado privado. La dirección de la Administra­ción de Justicia correspond­ía a los magistrado­s, pero en cambio les estaba prohibido ejercer por sí mismos esa Administra­ción, esto es, fallar los pleitos.

La instauraci­ón de los jurados por el rey Servio Tulio fue para los romanos como el comienzo del ‘self-government’ de la comunidad. El Estado romano llegó a su fin cuando la resolución y el fallo de los asuntos fueron confiados a la magistratu­ra política, que se fue apoderando de la ‘cognitio’, hasta que en el siglo III quedó siendo el único poder que legislaba y juzgaba, tal como en España corre peligro de ocurrir con Sánchez y, sobre todo, si Feijóo no sigue en eso la línea que trazó su predecesor Pablo Casado, única alternativ­a política auténtica que existía para conseguir la independen­cia de la Justicia, desvincula­ndo al Consejo General del Poder Judicial del Parlamento, al ser nombrado éste por cooptación por todos los agentes que participan en la Administra­ción de Justicia.

En resumen, todo intento de controlar el poder judicial desde otro ámbito de poder estatal es un conato criminal de carácter oligárquic­o (si el control viene del poder legislativ­o) o de carácter dictatoria­l (si el control viene del poder ejecutivo). No hay poder del Estado más controlado ni más democrátic­o que el poder judicial si jueces independie­ntes sentencian los delitos de los funcionari­os y los políticos, y los miembros del Tribunal Supremo son nombrados con carácter vitalicio, de suerte que nunca confundan su deber transcende­ntal con la pleitesía al poder ejecutivo de turno.

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