Magia blanca
A mí me parece que nada hay más contrario a la esencia del madridismo fundacional que la magia o el milagro
AL día siguiente de la proeza madridista frente al Manchester, la página de Twiter del Real Madrid comparó al Bernabéu con la escuela de Harry Potter. Muchos comentaristas deportivos, y multitud de aficionados, recurrieron también a la idea de la magia para tratar de explicar lo sucedido: un equipo que estaba jugando peor que su rival, con el marcador en contra y el cronómetro exangüe, había sido capaz de darle la vuelta a la tortilla gracias a dos abracadabras caídos del cielo. Por eso se habló también de milagro. El tercero consecutivo. Frente al PSG y al Chelsea habían acaecido prodigios similares. Ahora, con la mirada puesta en la gran final de pasado mañana, una legión de hinchas de nuevo cuño invocan al dios de las fuerzas oscuras, o al protector misterioso que habita en el cielo, para que otro suceso contrario a las leyes naturales fulmine al Liverpool y lleve a la vitrina madridista la decimocuarta copa de Europa. A mí, sin embargo, me parece que nada hay más contrario a la esencia del madridismo fundacional que la magia o el milagro. Ambos conceptos son contrarios a la idea del esfuerzo, que sin duda es uno de los ingredientes básicos de la fórmula magistral que alumbró don Santiago a principios de los cincuenta. Un mago convierte en posible lo imposible con un golpe de su varita, sin que medie más explicación que la de un conjuro sibilino. Pero, en el terreno de juego, los jugadores del Madrid no hacen eso. No recuerdo ninguna gesta obrada al filo de lo imposible que se haya consumado con un simple chasquido de dedos. Siempre he visto a once tipos consumidos por el desgaste de la pelea, dispuestos a sacar fuerzas de flaqueza y a destapar el tarro de su excelencia con un golpe postrero capaz de mandar a su adversario a la lona antes de que suene la campana. Los goles que llegan después de la extremaunción no los marca san Isidro. Son obra de magníficos jugadores que tienen claro que las batallas las ganan los soldados cansados. Di Stéfano señaló el camino. Nunca permitió que fuera su portentosa calidad el único factor que marcara la diferencia. El talento no basta para construir el proyecto deportivo más laureado del mundo. Sin agallas no hay recompensa. Ni suerte. La suerte no es mucho más que la habilidad de aprovechar las situaciones ventajosas. Solo una forma de saber estar al acecho. Por eso la grada de Chamartín no ha perdonado nunca la indolencia. De pequeño no me gustaba que a los madridistas nos llamaran merengues. Prefería que nos llamaran vikingos. El color de la indumentaria del equipo no es blanco, es del color del barro, o de la yerba, o de la sangre. Don Alfredo mandaba al banquillo a cualquier compañero que llagara al vestuario con la camiseta impoluta y Florentino ha sabido entender que esa es la verdadera esencia de la magia blanca. Pincho de tortilla y caña a que el sábado, en París, vuelve a brillar con luz propia. Y que Mbappé rabie de envidia.