ABC (Andalucía)

No es crimen, es islam

Nadie diga que ha sido un crimen machista más. Ha sido el cumplimien­to de un mandato de la fe. Islámica

- GABRIEL ALBIAC

EXISTE un Ministerio de Igualdad: al frente de él, una psicóloga. Existe, en él, una delegación contra la violencia de género: a cargo de una jurista. Existe un Ministerio de Justicia: que regenta una magistrada. Existe, en el vértice de todo, un presidente que de nada ha venido haciendo estos años más retórica que de la lucha contra la barbarie impuesta a las mujeres. Existe... Existe, como un escupitajo sobre el rostro de todos, el gélido silencio de estos días. Blindado. Y cruel como pocas veces.

Dos muchachas de Tarrasa –no me corrijan, escribiré ‘Terrassa’ cuando quiera escribir en catalán, como escribo ‘Paris’, sin acento, cuando escribo en francés: no es política, es gramática–. Dos muchachas de Tarrasa, pues. Porque es hijo de una ciudad aquel que en ella habita y en ella construye su vida. Como Anisa y Uruj la habían, con su empeño, construido. Eran muy jóvenes. Y aspiraban vivir como vive cualquiera de las mujeres de su edad en una Europa en la cual los ciudadanos responden en términos iguales ante la Justicia: sin distinción de sexo. Ambas eran adultas: ese punto en el cual una mujer –como un hombre–, en la europea España, puede –y debe– decidir su vida y sus deseos. Por encima de chantajes o desgarros familiares. Una evidencia.

Pero la de Anisa y Uruj, ciudadanas libres de Tarrasa, era una convencion­al familia musulmana. La geografía de origen –Pakistán, esta vez– es irrelevant­e: todo musulmán sabe que la ley coránica no admite distincion­es nacionales. Porque Ley –y esta vez con mayúscula– hay sólo la que el dictado de Alá en el Corán fundamenta y la ‘sharía’ codifica para todos los creyentes. Y a ninguna legislació­n mundana –ni democrátic­a ni de ningún tipo– puede plegarse esa norma. Sólo en ella la comunidad de los ‘sumisos’ –eso significa ‘musulmanes’– cobra una identidad que Profeta y Libro garantizan.

El Libro. He tomado el Corán de mi biblioteca. Todos los ciudadanos libres deberíamos estudiar ese código de servidumbr­e para saber lo que nos aguarda. Y ‘todas’, sobre todo. Sura IV, aleya 34: «Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres, en virtud de la preferenci­a que Dios les ha concedido sobre ellas y a causa de los gastos que ocasionan para su mantenimie­nto. Las mujeres virtuosas son pías: preservan en secreto lo que Dios preserva. Amonestadl­as cuando sospechéis que son infieles; encerradla­s en cuartos aislados y golpeadlas».

Encerradas y golpeadas. Hasta la muerte. Como Anisa y Uruj. Por los varones familiares que, al limpiar con la muerte de las infieles su pureza propia, daban lustre a la pureza de su Dios y de su Libro. Ese Dios y ese Libro que excluye a todos los otros. No, nadie diga que ha sido un crimen machista más. Ha sido el cumplimien­to de un mandato de la fe. Islámica. Y no hay silencio institucio­nal que pueda ocultar eso.

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