ABC (Andalucía)

La cripta y las sombras

Conforme cumplo años y se me van muriendo los amigos, vuelvo a estos recuerdos infantiles que me parecen más reales que el presente

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

MI afición al cine se fraguó en la cripta de una iglesia. Cada domingo, a las tres y media de la tarde, los niños hacíamos cola en las escaleras de la parroquia de San Nicolás de Bari en Miranda para ver una película. Las entradas costaban dos pesetas, poco más de un céntimo de euro. Estoy hablando de comienzos de la década de los 60 cuando yo tenía siete u ocho años. Nos sentábamos en bancos corridos para ver la pantalla, que era una gran sabana colgada en el techo. Y el chorro de luz atravesaba nuestras cabezas, perforando la oscuridad de la cripta que carecía de ventanas. El operador tenía que parar el proyector para cambiar dos o tres veces los rollos de celuloide de las películas, que venían enlatadas dentro de un saco.

Algunos de los filmes eran mudos, en concreto los de El Gordo y El Flaco. Y también recuerdo ‘La quimera de oro’ de Chaplin, que me produjo una honda impresión. Pero los más frecuentes eran los que protagoniz­aba un enmascarad­o mexicano llamado El Santo. Me gustaban las películas de color, que no eran habituales. Jamás podré olvidar ‘El capitán Blood’ de Errol Flynn, al que imitábamos con floretes de plástico.

En aquella cripta había una placa que rezaba «Dadles el descanso eterno». La habían puesto allí en conmemorac­ión de lo sucedido el 12 de diciembre de 1954 cuando diez niñas murieron aplastadas al derribarse la puerta al recinto. Estaban esperando para asistir a una obra de teatro. Ya nadie recuerda esta desgracia, pero a mí me marcó la infancia.

En julio, cuando hacía mucho calor, el maestro nos bajaba a estudiar a la cripta y yo sentía la presencia de aquellas niñas, fantasmas silencioso­s cuyos espíritus vagaban por las sombras del lugar. Siempre que vuelvo a San Nicolás, me siento en los bancos del templo y pienso en ellas mientras contemplo el mural del Cordero Pascual sobre el altar.

En una época donde apenas había media docena de televisore­s en mi pueblo, los motores de los coches se activaban con una manivela y las mercancías se distribuía­n en carros tirados por caballos, el cine era la única ventana que nos mostraba un mundo que parecía tan irreal como inaccesibl­e.

Como en ‘Cinema paradiso’, el párroco cortaba las escenas de besos o el operador ponía la mano delante del objetivo. Pero a veces aquel erotismo de beatas se escapa al control de los censores y los niños aplaudíamo­s con entusiasmo cuando Errol Flynn besaba a Olivia de Havilland.

Todo esto es pura nostalgia. Pero conforme cumplo años y se me van muriendo los amigos, vuelvo a estos recuerdos infantiles que me parecen más reales que el presente. Como escribe T. S. Eliot, «lo que llamamos principio a menudo es el final». Y mi final estaba ya escrito cuando aquellas niñas desapareci­eron en las sombras de la cripta de la parroquia, aunque yo no lo sabía.

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