ABC (Andalucía)

Stones, con el tiempo en contra

En el inicio de los ochenta, cuando Jagger, Richards y Watts se adentraban en la cuarentena, pensábamos –¡ingenuos!– que la hora de ver caer el telón estaba cerca

- GABRIEL ALBIAC

MAÑANA, los Stones. Pasaron cuarenta años y no existe ya el estadio Calderón de entonces. Sólo los Stones siguen siendo idénticos. El mundo es otro. Irreconoci­ble. Otros, nosotros. Pero nada me hubiera permitido no estar en este retorno de un Jagger que es espejo del mundo ido. El mundo que fue nuestro. Mucho antes de que acabara por trocarse en esto tan aburrido.

Mick Jagger saltó a la escena, entonces, en el instante exacto en que el primer relámpago rompía en dos los cárdenos nubarrones del anochecer de julio. 1982, Madrid. Los dioses de la tempestad están en plantilla de los Rolling Stones: es bien sabido. Y se avinieron, pues, a descargar, con ejemplar disciplina, su guiñol de luz y estruendo: los dioses son tan sólo un engranaje en el cronómetro de sus majestades satánicas. No eran ya bestias del infierno, desde luego, los de aquel verano. Eran los oficiantes de una máquina litúrgica perfecta: sin un fallo. Claro que lo sabíamos: cada gesto obsceno de Jagger, cada elusivo repliegue en la enfática penumbra de Richards, cada rugido arrancado con laborioso método a esa bestia de los cien mil puños en alto que es el público de un concierto de rock and roll…, eran los mismos, exactament­e iguales, desde aquel ‘Get Yer Ya-Ya’s Out’ que, en el Madison Square Garden de 1969, inaugurara la ceremonia, el canon bien pautado al que los Stones se ajustan. Siempre.

¿Previsible­s? ¿Se podría quejar alguien de eso? La escena de una liturgia colectiva exige dura matemática. Si no, da risa. El día en el que la más virtuosa banda de rock and roll no pueda ya seguir la pauta de su impasible metrónomo, será que llegó la hora de cerrar el quiosco. No hay línea de repliegue ni de rectificac­ión: el juego de la banda definitiva tiene que ser a todo o nada. En el inicio de los ochenta, cuando Jagger, Richards y Watts se adentraban en la cuarentena, pensábamos –¡ingenuos!– que la hora de ver caer el telón estaba cerca. Pasaron otros cuarenta años. Watts ha muerto. Los otros dos colegas van a cumplir ochenta. De la muerte de Brian Jones ha pasado medio siglo. Wyman, que andará por los 85, dejó la banda hace treinta… Ninguna lógica –ni biológica ni estética– vale para entender cómo demonios el invento puede seguir rodando. Pero rueda. Sencillame­nte, porque es perfecto. Un día, no habrá Stones. Para entonces, lo más verosímil es que se haya extinguido ya del todo nuestro mundo.

En esa perfección suya pervive un tiempo. Que fue el nuestro y que era bastante más divertido que cualquiera de los otros tiempos archivados por el siglo veinte. Eso es todo. Y, a quienes vieron a la descoyunta­da marioneta Jagger invocar en el 82 la danza de la lluvia bajo el rayo, ¿qué demonios va importarle­s no tener ahora ya al tiempo de su parte? Nadie lo tiene. El tiempo es un enemigo muy ecuánime.

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