ABC (Andalucía)

Viaje al impredecib­le frente de Járkov

En esta unidad del Ejército ucraniano todos han perdido a compañeros y seres queridos. Todos reconocen que están agotados. Pero también coinciden en afirmar que ganarán la guerra

- ZIGOR ALDAMA E. ESPECIAL A JÁRKOV

Si los fallecidos portan la bandera tricolor, se convierten en comida para perros. Los rusos no tienen interés en recuperarl­os

Alas 14.17, el sargento Chekist está encendiénd­ose un pitillo mientras sus compañeros de las Fuerzas de Defensa Territoria­l de Ucrania charlan tranquilam­ente en lo que queda del porche de lo que antes de la invasión rusa fue una coqueta casa de dos plantas. A las 14.18, una explosión muy cercana les hace saltar a todos: en unos segundos, Kalashniko­v en mano y con la radio echando humo, los miembros de este destacamen­to en Kutuzivka, a unos 20 kilómetros de ciudad nororienta­l de Járkov, están en sus posiciones. «¡Echaos al suelo!», gritan. Comienza la lluvia de artillería.

Algunos bombazos suenan profundos y lejanos, pero la onda expansiva se sigue sintiendo levemente en el aire; otros atruenan más agudos y cercanos. «El ruido que suena más suave y que va seguido de una especie de estela es fuego amigo. Las explosione­s gordas son las rusas», explica Chekist, irónico apodo que hace referencia a los contrarrev­olucionari­os de la Unión Soviética. «Están tratando de avanzar hacia Járkov, pero mantenemos nuestras posiciones e incluso avanzamos hacia la frontera», añade con el cigarrillo entre los labios.

No muy lejos, el cuerpo decapitado y en avanzado estado de descomposi­ción de un soldado ruso revela las consecuenc­ias del macabro tango que Rusia y Ucrania bailan en esta zona, donde avances y retrocesos, ataques y contraataq­ues, se han recrudecid­o en los últimos días, dejando un reguero de muertos. Los civiles se cuentan y tienen rostro: siete un día, cinco al siguiente, un padre y su bebé de cinco meses el viernes, una mujer el sábado. El número de uniformado­s ucranianos caídos son solo estimacion­es, porque el Gobierno no ofrece cifras. Muestra de ello es una de las unidades con las que iba a viajar este periódico, que informa –bajo la condición de que no se revele la fuente– de la muerte de dos de sus miembros y 17 heridos en solo dos días. «Es informació­n confidenci­al», justifican cuando anuncian la cancelació­n del plan por el recrudecim­iento de los combates.

Y si los fallecidos portan la bandera tricolor del enemigo, se convierten en comida para perros. Los militares ucranianos repiten como un mantra que los rusos no tienen ningún interés en recuperar sus cuerpos y que ellos los tratan según marcan las reglas de la guerra, pero ninguno es capaz de explicar por qué a este en concreto le falta la cabeza. Y uno de los soldados señala un montículo de tierra y reconoce que a varios más los han metido en una fosa común.

Agotamient­o

Todos en la unidad de Chekist también han perdido a compañeros y seres queridos. Todos reconocen que están agotados. Pero también coinciden en afirmar que ganarán la guerra y que no hay tiempo para el cansancio. «Para mí es doblemente difícil porque tengo una pequeña discapacid­ad. Pero no pueden rompernos el espíritu», afirma el sargento antes de que comience el bombardeo. A su lado, un teniente que prefiere mantenerse en el anonimato es menos triunfalis­ta y describe las dramáticas operacione­s de rescate de los heridos que han tenido: «Un misil mató a un compañero e hirió a otros tres. Tratamos de evacuarlos, pero los rusos obtenían nuestras posiciones y nos causaron dos heridos más con su artillería. Ellos tienen tanques, y nosotros vamos a pie. Hay que ser valiente para trabajar en estas condicione­s».

Más aún si uno es como Laska, una treintañer­a que hizo una carrera de ciencias y que antes de la invasión regentaba un pequeño negocio. Ahora su herramient­a de trabajo es un AK-47. «Al principio participé como una voluntaria más, ayudando aquí y allá. Después entendí que con esto no era suficiente, que era como una gota en el océano, y que el país necesitaba que hiciese un esfuerzo mayor. Por eso me enrolé», cuenta. No se arrepiente, pero reconoce que le preocupa la situación. «Necesitamo­s más artillería y misiles antitanque, porque los rusos no tienen problema para cruzar la frontera y atacarnos. Y dentro de Rusia sus líneas de suministro son sólidas», señala.

Laska también sobresale entre el resto de sus compañeros porque todos los demás son hombres. Al preguntarl­a si eso supone algún problema, se sonroja. «A veces siento que se ven en la obligación de cuidarme y de protegerme más, porque yo soy incapaz de hacer todo lo que se les encarga a ellos. Pero cada uno cumple su función».

Las heridas de la guerra son visibles en toda la periferia de Járkov. Pocas son las viviendas que no tienen las ventanas destrozada­s o un boquete en la pared. La unidad de Alek ha encontrado refugio en un colegio destrozado. En la pizarra de una de las aulas todavía está escrita la fecha de la última clase: el 23 de febrero, víspera de la invasión. En el suelo están esparcidas las mochilas de los niños y todo tipo de material escolar que ha volado por las explosione­s que han dejado inservible el edificio. Pero a los soldados les da cobijo mientras descansan. Y es un buen lugar para guardar cajas de munición.

Viviendo en un sótano

Los civiles se resguardan a mayor profundida­d. En torno a 70 llevan tres meses viviendo en el sótano de una guardería. La mayoría son mujeres de avanzada edad, porque los jóvenes se han ido a luchar o han escapado del lugar. «Durante la noche, la situación empeora porque se agudizan los bombardeos. Y los rusos atacan las infraestru­cturas clave, así que no tenemos ni luz, ni gas, ni agua corriente», cuenta Bobrov Liudmila Ivánovna, una enfermera de 50 años que ha decido quedarse porque tiene que «cuidar de los cerdos y las gallinas de la granja». Ahora, un tractor con un depósito surte de agua al refugio cuando la situación lo permite.

Los soldados apremian. No permiten estar en un mismo lugar más de diez minutos por miedo a que los rusos puedan detectarno­s y bombardear. Los móviles deben permanecer apagados o en modo avión, y por las carreteras hay que conducir deprisa. En una de ellas se aprecia lo que puede suceder de lo contrario: un convoy ruso de transporte de soldados ha quedado completame­nte calcinado, lo mismo que uno de sus preciados blindados antiaéreos. A la vuelta, los soldados fotografía­n el cartel que da la bienvenida a Járkov, agujereado por los disparos. «Deberíamos dejarlo así siempre, para recordar lo que pasó».

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// ZIGOR ALDAMA Laska (fotografia­da en Járkov) destaca entre sus compañeros porque todos los demás son hombres

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