ABC (Andalucía)

La inconstanc­ia

Putin lo sabe. Y aguarda. Cuando Occidente se hastíe de jugar al buen humanitari­o, Rusia podrá limpiar Ucrania de ucranianos

- GABRIEL ALBIAC

UN día habrán los historiado­res de estudiar cómo nuestra opulenta sociedad fue desmoronad­a por un cáncer infalible: la inconstanc­ia. La que nos mutó en títeres de jardín de infancia, tras cuyas espasmódic­as agitacione­s no hay nada. Salvo el capricho de emociones nuevas. Vivimos en un diletante mundo de permanente estreno, en el cual nada sobrevive a la sorpresa de su desempaque­tado. Un mundo de ‘primeras veces’, que debe ser alimentado siempre con imágenes nuevas. Porque sólo lo nuevo existe para el infante que devora pantallas, redes. No hay inteligenc­ia que sobreviva a eso.

La guerra acabó por ser parte de esos frenesís inaugurale­s. Entusiasma el estreno de su primera bofetada sobre televisore­s, móviles, ordenadore­s... «Mira, mira, ésta sí es de verdad y al viejo estilo, y a cuatro pasos de casa, y hay tanques hechos chatarra, y civiles fusilados, y un déspota de otro tiempo. Ésta no la teníamos en la colección de cromos. Disfrutemo­s de ella...».

No, no es que los espectador­es se hayan vuelto más perversos. Es que se aburren. Las rebatiñas de parvulario, con las cuales los deleitan sus políticos, no atenúan en un átomo su hastío. Oír desbarrar a Belarra o a Montero, asistir al pase de cursis modelitos de Díaz o a los espasmos mandibular­es de Sánchez cada vez que las cosas se le tuercen es, la verdad, muy insuficien­te para cubrir los lapsos de intenso aburrimien­to que anudan nuestras vidas.

Uno podría leer, claro. Pero eso de leer es un anacronism­o con el cual se divertían patéticos vejestorio­s, hoy en vías de extinguirs­e. Podría uno ir al cine. Pero eso de ir al cine es un anacronism­o al que ceden tan sólo los demasiado mayores. Un libro requiere invertir en él varios montones de horas, tal vez días: ¡quién tiene eso! Una película exige atender a su trama durante, como mínimo, 90 minutos: ¡qué despilfarr­o!

Hay que acarrear, pues, paletadas de espectácul­o hipnótico. Es lo que saben demasiado bien las pantallas. Y no hay espectácul­o al que más se adhieran las mentes humanas –sabemos eso desde Freud– que el vómito de cadáver en gran escala. No teníamos uno así sobre Europa desde hace mucho. La Ucrania masacrada por los rusos vino a proporcion­árnoslo. Y el espectador europeo se entusiasmó. Pudo incluso dejarse inflamar por los buenos sentimient­os. Luego, se fue aburriendo. Cuando definitiva­mente se haya hartado de esa gran ópera trágica, retornará a entremeses leves: hazañas futbolísti­cas o pringosos reguetones. Nadie resiste un espectácul­o tan intenso como el de la muerte en masa durante mucho tiempo. Se aburrirá el europeo. Y pasará a otra cosa.

Putin lo sabe. Y aguarda. Cuando Occidente se hastíe de jugar al buen humanitari­o, Rusia podrá limpiar Ucrania de ucranianos. Lo hizo ya Stalin. Espectador de palco, la OTAN no habrá movido un dedo. Y nuestro mundo, seguirá siendo repugnante.

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