La tarde de los ¡vivas!
Al filo de las seis y media, veintidós hombres de negro hacían apuestas: «El Rey no va a venir. ¿Cómo va a venir a vernos a nosotros?», era el comentario más repetido. Pero Felipe VI, enfundado en un terno gris, vino. «Qué planta tiene», admiraban unos acomodadores. Desde la puerta de autoridades subió a la zona de gradas y palcos. Y frente al número 29 se paró. Caprichos de la Fiesta, el VAR del tendido fue testigo directo. Muy cercano, saludó a los veintidós integrantes de la banda del maestro Rafael Zahonero. El Monarca elogió la importancia de la música cuando el director contó con humildad que ellos eran «un simple relleno». «No, sois esenciales», subrayó Don Felipe antes de conocer por el programa de mano los pasodobles que sonarían en la fecha taurina más señera del calendario. «Ha sido un lujo que quiera saludarnos a toda la plantilla. En los catorce años que llevo en Las Ventas ni Don Juan Carlos había venido a vernos», expresaba emocionado Rafael, mientras los tres percusionistas y los artistas del saxofón, la tuba, la trompeta y el clarinete accedían a su puesto. «Voy a sentarme, que estoy más nervioso que ningún día», refirió un músico mientras repasaba la partitura. Nadie notó los nervios cuando las notas del Himno Nacional se elevaron en honor al mismo Rey con el que minutos antes habían conversado.
Una ola de ovaciones bramó en ese rebosante mar que eran los tendidos cuando Don Felipe apareció en el balconcillo. Volvía a la Monumental tres años después para presidir la primera corrida de Beneficencia pospandemia. Desde el Palco Real recogió el cariño de la afición. Lo hizo acompañado por Isabel Díaz Ayuso, José Luis Martínez-Almeida y Antonio Bañuelos. Sonreía el presidente de los ganaderos: «Es un gesto a nuestro esfuerzo durante siglos».
Para Don Felipe fueron los tres primeros brindis. Morante abrió la terna: «Majestad, es un honor para mí brindarle la muerte de este toro. Va por usted. ¡Viva España y viva el Rey!». Y con la espada de verdad salió para enviar a otro mundo a un Jaranero que ni gustó al público ni al matador. «No merece ni que lo mates», espetó un aficionado.
«Silencio, que le toca a El Juli y nos debe una Puerta Grande», se oyó luego. Pero el bullicio, lejos de parar, aumentó: «Uy, este chivo es un cara blanca», soltó Manolo cuando salió el berrendo Pianista, de la familia de los músicos. «Estos eran los favoritos de José Luis Suárez-Guanes», recordaron en la grada del 3. Por el Rey y por España fue también la dedicatoria de Julián: «Como siempre, un orgullo por apoyar nuestra Fiesta». Desde su palco, el destinatario aplaudió las series, «muy poderosas con un alcurrucén muy interesante», señalaban en la sombra. Otra vez la maldición de la espada se cruzó en su camino. Mientras se sucedían los «¡vivas!» a España y al Rey, se desinflaba el tercer capítulo.
Pepa, que había venido desde la Siberia extremeña a ver a Ginés, se encontró con la naturalidad de La Puebla del Río. La Monumental era entonces un volcán de pasiones. «Oooole, ooole», rugía Madrid. No hubo otra faena de mayor torería frente a un toro que sacó el fondo bueno de los Núñez. «Esto es torear, que aprendan los demás», manifestó un partidario de Morante en el tendido alto. «Y no me arranco los pelos porque soy calvo», enloquecía. Éxtasis colectivo, con miles de almas en pie. El acero suscitaría la polémica: los seguidores más acérrimos aseguraban que estaba en «toda la yema» y los no tanto que era «un sartenazo». Ni lo uno ni lo otro. La cuestión es que aquella deslumbrante obra se quedó en una oreja. Nadie la protestó en una vuelta al ruedo con balón de fútbol y gallo incluidos. «Ya amorticé los cien pavos de la entrada y la pelea con mi parienta por no acompañarla al concierto de los Rolling», justificó un espectador. El arte no tiene precio. Mientras el Wanda bullía en la espera de sus Satánicas Majestades, en Alcalá 237 se agigantaba la música del toreo bajo la atenta mirada de Su Majestad el Rey. Otra riada de «¡vivas!» a la Corona se enlazó a los gritos de «¡presidenta, presidenta!» antes de la ilusionante obra de Marín. Con más gritos que pañuelos se pidió un trofeo no concedido. La última ovación (después de la atronadora en el brindis de Juli a Emilio de Justo) llevaba la firma del agradecimiento al Rey, testigo de excepción de una corrida de los Lozano con muchos matices. En su retina, la lección morantista de cómo ralentizar la embestida. «Quien tiene el toreo dentro todo lo puede», se despidió un vecino. Metros más allá, Don Felipe bajaba hasta la bocana del 1. Aguardaba otra sorpresa: una foto de familia con los acomodadores de la plaza. «¡Qué campechano es!», decían mientras el Rey abandonaba el tendido donde minutos antes se acunaron los ¡vivas!
Don Felipe tuvo el gesto de saludar antes del festejo a los 22 músicos de la banda y hacerse al final una foto de familia con los acomodadores. «¡Qué campechano!», decían