ABC (Andalucía)

El caballo muerto

Ese caballo es el símbolo de esta España políticame­nte muerta de miedo que tiene a cada español haciéndose el muerto ante cualquier peligro

- IGNACIO RUIZ-QUINTANO

EN otoño vino mi hijo de vacaciones con una amiga inglesa que lo único que quería ver en España era una corrida de toros. Había una de Morante en Arenas de San Pedro, y allá fuimos. Al pasar por Candeleda, recordé que allí veraneó John Major, pero a la inglesa se le hacía lejano aquel señor que a mí me caía bien porque resumió el Régimen nuestro:

—Un político de consenso es alguien que hace algo que no cree que sea correcto porque eso mantiene a la gente callada cuando lo hace. Benditos ingleses, que tratan a sus políticos como al servicio, gracias a lo cual son algo que los españoles nunca fuimos: libres. El caso es que mi inglesa lo pasó bomba en los toros, y lo mejor de aquella tarde para ella no fueron los pingüis de Morante, sino un caballo muerto que no estaba muerto, pero que se hacía el muerto como sólo saben hacer los caballos resabiados para defenderse del toro. Ese caballo es el símbolo de esta España políticame­nte muerta de miedo que tiene a cada español haciéndose el muerto ante cualquier peligro.

Gautier descubrió en los caballos muertos de la corrida de toros el cadáver más patético del reino animal, impresión reforzada por las descripcio­nes de Gutiérrez Solana en el muro trasero del cementerio de Colmenar: «Unas cuantas carroñas y esqueletos de los caballos muertos en las corridas, hermanos de los esqueletos del cementerio. Hay muchas cabezas sueltas; la cavidad de los ojos muy negra, con muchos colmillos y dientes amarillos y de gran tamaño; las quijadas, muy abiertas, tienen una mueca de risa o de gran tristeza, de difunto que se queda con la cara muy larga y adormilada, de perpetuo holgazán...».

—Todas nuestras acciones diarias tienen un impacto en el Planeta –salmodia la TV en el Día Mundial del Medio Ambiente–. Desde comer una hamburgues­a hasta coger un avión, pasando por poner una lavadora.

Nuestra única salvación, pues, será hacernos los muertos como el caballo de Arenas de San Pedro, echados en el sofá como los caballos de Colmenar.

—¿Qué opina usted, doctor, acerca del clima de Madrid? –preguntaro­n un día al doctor Gustavo Pittaluga, sabio florentino afincado en Madrid, depurado en la República por la energuméni­ca Federica Montseny, y en el franquismo, por el energuméni­co (rama mística) Sainz Rodríguez, muriendo en Cuba.

—El clima de Madrid, el clima de Madrid…. –contestó el doctor– ¡Ah! Magnífico, señores, magnífico… Para los supervivie­ntes.

Fue el anticipo científico del castizo «Madrid, en agosto y con dinero, Baden Baden» del marqués de la Valdavia, cuando la gente bien de Madrid veraneaba en San Sebastián, que ahora veranea en Mazarrón con ese centrismo ancilar que ameniza la sobremesa con bufonadas contra la admirable monarquía británica, comprendid­a por un jurista que se perdió (murió en el 77) esta época de liberalios ‘camilones’ que cortejan a Feijóo como a un príncipe Carlos:

—La monarquía inglesa es indiscutid­a porque no es soberana. Un soberano ‘hors de concours’ es un soberano ‘honoris causa’.

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