El primer ministro de Magaluf
Por lo menos desde 2016, y ambas orillas del Atlántico, se ha venido destilando una nueva forma de ganar elecciones que podríamos denominar con el anglicismo ‘Reality Politics’ y que consiste básicamente en transformar la política en un programa de telerrealidad. En la práctica, se trata de inyectar una peligrosa sobredosis de banalidad y degradación del discurso político a través de recursos típicos de los ‘reality’ como la confrontación permanente, la bronca denigrante, los insultos, el lenguaje simplón, los contenidos morbosos y egocéntricos. Sin olvidar la exaltación de lo soez, que tiende a confundirse con la sinceridad.
El resultado de esta degradación populista son líderes políticos como Boris Johnson: sinvergüenzas que hacen gracia durante un rato. Aunque el problema, por supuesto, es que la gracia termina por agotarse y permanece el sinvergüenza. Con el agravante de estar convencidos de disfrutar de una legitimidad completamente al margen de los mínimos estándares de integridad, competencia y rendición de cuentas. Por muchas trasgresiones, mentiras y abusos, estas ‘estrellas’ nunca dimitirán. Solamente abandonarán el poder cuando les voten fuera de la isla.
Como explica James Poniewozik, crítico de televisión del ‘New York Times’, «los programas de telerrealidad apelan a la sed de autenticidad –aunque sus montajes resulten artificiosos y sus historias estén editadas– y prometen un vistazo a realidades más emocionantes que la propia. Pero también, de forma inusual para la televisión, presentan protagonistas que no son convencionalmente simpáticos –que se hacen eco de la noción, que reverbera en toda la cultura, de que éste no es un mundo hecho para gente agradable».
El grotesco Boris Johnson ha interpretado a la perfección el papel de antihéroe que luchaba contra la liberticida Bruselas, confundiendo la mala educación con lo genuino. Como Tony Soprano, se sabía que era un personaje muy poco de fiar pero demasiados votantes/televidentes han simpatizado con él. Y al final no es de extrañar que el primer ministro de Magaluf haya convertido el número 10 de Downing Street en su ‘Bada Bing’ particular.