Asturias, más allá de la fabada y la sidra
El Principado saca pecho de su diversidad con productores heroicos, variedades olvidadas, sagas y jóvenes que regresan
La sinécdoque es esa figura retórica que sirve para designar la parte por el todo. Un tropo literario que tiene su reflejo gastronómico en recetas que definen –al menos en el ideario popular– un territorio al completo. Uno de los más evidentes es el de la fabada en Asturias. También es, probablemente, uno de los más injustos. Y no por el plato en cuestión, ejemplo de esa cocina de guiso, tradicional y respetada, sino por todo lo que queda al margen en un lugar tan vasto y diverso como es el Principado.
Asturias vive un buen momento gastronómico en lo que a promoción se refiere, con iniciativas públicas y privadas –desde la campaña institucional ‘Cocina de Paisaje’ hasta la celebración de congresos como ‘Féminas’, organizado por Vocento– que han puesto el foco en ella para salir de la sota, el caballo y el rey en la partida que juega en el panorama nacional. Sidra, cabrales o cachopo son otras sinécdoques que una visita con la mente y el paladar abiertos desmontan en un viaje emocionante por su interior, las costas oriental y occidental.
Zonas de marcados contrastes en el paisaje y también en lo culinario, cuya variedad defienden cocineros Michelin como Pedro y Marcos Morán en Prendes, padre e hijo al frente de Casa Gerardo, un restaurante fundado en 1882 y que, por cierto, ha llevado a lo más alto la tradición con su fabada o su arroz con leche –pero entre muchos otros platos–. También los hermanos Nacho y Esther Manzano con Casa Marcial, el dos estrellas asturiano en Arriondas. O Isaac Loya en el Real Balneario de Salinas, heredero del legado que puso en pie su padre Miguel en 1991 en este templo del pescado.
Todos ellos han participado recientemente en otra de las colaboraciones público-privadas –en este caso de mano de la Guía Michelin España y Portugal– para difundir la riqueza gastronómica asturiana con tres rutas que han explorado su vínculo con el mar y la montaña, el monte y la mina y los sabores del Cantábrico de la mano de tres chefs invitados: Pedro Sánchez, Ricard Camarena e Iván Cerdeño.
Las historias que representan son las de una tierra que forja orgullo y un sentimiento de pertenencia que transmiten también en el plato. Y antes, en las materias primas que salen de la pesca, la agricultura y la ganadería que nutre sus despensas y dan músculo a una actividad clave para esta comunidad autónoma.
Por ejemplo, los selectos pescados que diariamente llegan a la Rula de Avilés y que aspiran a llevar su apellido como signo de distinción –así lo explica a ABC su gerente, Ramón Álvarez– allá donde se vendan: Madrid o Castilla y León, pero también País Vasco o Cataluña. Y antes de que lleguen a la lonja, con productos que como hace Fran Juncal, proveedor de Loya, se traen directamente del mar jugándose la vida, como el percebe de Cabo de Peñas. «Al mar hay que venir con amor y respeto. Si no, es mejor no dedicarse a esto», asegura.
Del mar también viven en la última cetárea natural de Asturias, en Luarca. Adán Pérez gestiona este vivero excavado en la misma roca que inunda el Cantábrico y que, desde 1905, permite almacenar en vivo el mejor marisco. Un ejemplo desconocido de sostenibilidad llamado a ser protegido como patrimonio cultural pero que, sin embargo, tiene fecha de caducidad: 75 años de concesión. «No creo que sobreviva», reconoce ante la «falta de sensibilidad» de la ley de Costas con este tipo de actividades.
Con nada más que agua de mar y el trabajo del hombre, enormes centollos, bueyes de mar, bugres –bogavantes–, langostas o nécoras de aquí o de otras partes del mundo se almacenan en vivo conservando intacta su calidad, creciendo y haciendo posible el milagro del marisco fresco incluso cuando el mar lo impide. «Podemos guardar hasta 30.000 kilos», expone Adán.
La D. O. de Cangas
Amor y respeto son conceptos compartidos en tierra por quienes decidieron volver a apostar en el suroccidente asturiano por la vid, donde no hubo tradición sidrera. Unos 15 años de trabajo han permitido salvar de la desaparición a la albarín negra y blanca o la carrasquín, que remontan sus orígenes más de un milenio atrás. Poco más de 50 hectáreas –del medio millar histórico que albergó la zona– dan vida a la única Denominación de Origen asturiana: Cangas (del Narcea), a la que pertenen viticultores como Carmen Martínez y su bodega Las Danzas, en Mestas.
Un enclave vitivinícola, que bien reúne las características para definirse como heroico, llamado a convertirse en una «pequeña Borgoña», como la definió hace unas semanas en ‘Féminas’ Benjamín Lana, director general de Vocento Gastronomía. Sus vinos gozan ya del apoyo de la gastronomía en lugares emblemáticos como el
Bar Blanco, en el mismo Cangas del Narcea, y donde el cocinero Pepe Ron defiende –«dando una ‘vueltina’», en sus palabras– el legado de guisanderas que, como su madre Engracia, han hecho grande la cocina de esta tierra.
Cocineras como Mayte Álvarez o Mayte Menéndez, de Casa
Lula, en Tineo, que forman parte del Club de Guisanderas de Asturias y en cuyo restaurante ensalzan platos claves también