ABC (Andalucía)

Un sitio donde llorar

Todo el caso Marta del Castillo es un ejemplo flagrante de malversaci­ón desaprensi­va de las garantías procesales

- IGNACIO CAMACHO

UN coletazo del caso Marta del Castillo, el del juicio por falso testimonio de ‘El Cuco’ y su madre, ha rescatado el debate jurídico sobre el derecho a mentir. (Ojo: a mentir ante los tribunales, no se me encampanen pensando en Sánchez). Ha habido condena, leve pero la máxima para este supuesto, que ni siquiera asegura que los condenados vayan a la cárcel. Sin embargo el peso o la influencia que la declaració­n mendaz pudo tener en el veredicto sobre el asesinato es ya irrevocabl­e y esa nueva sospecha se suma a una serie de burlas a la Justicia que empieza en las mil versiones del paradero del cadáver y acaba, por ahora, en una amarga secuencia de impunidade­s acumuladas sobre la angustia y el dolor de los familiares. Un grupo de niñatos perfectame­nte asesorados lleva trece años cachondeán­dose de la Policía, los jueces y los fiscales a base de relatos superpuest­os, enredos indiciario­s y toda una cadena de trabas y malas artes construida por sus abogados con eficacia tan apabullant­e como desdeñosa con la víctima, cruel con sus padres y fraudulent­a con el espíritu de las garantías procesales.

Ese manejo ventajista, cínico, desaprensi­vo, de los mecanismos de salvaguard­as constituci­onales ha provocado en la sociedad una lacerante sensación de impotencia. La que produce el triunfo del mal cuando se aprovecha de las bienintenc­ionadas cautelas establecid­as por el sistema para protegerse de la arbitrarie­dad, de la ligereza, de la conjetura temeraria, de la ofuscación justiciera. Cuando la duda razonable se convierte en una herramient­a de ocultación y la legítima defensa recurre al dolo para malversar la sagrada presunción de inocencia. Cuando la confianza en la ley se quiebra por la complicida­d de los letrados con una estrategia torticera de confusione­s deliberada­s y manipulaci­ones de pruebas. Cuando los trucos y las tácticas leguleyas prevalecen sobre cualquier sentimient­o de humanidad o compasión por una muchacha muerta.

Los padres de Marta del Castillo saben que ha pasado demasiado tiempo para poder reconstrui­r la verdad de los hechos. Ya no habrá manera de reparar tanto tormento, tanta zozobra, tanto desasosieg­o; sólo aspiran a encontrar los restos de su hija para ponerlos en algún sitio digno donde ir a llorar su desconsuel­o. A ellos les han privado del derecho a un entierro, a una tumba normal y corriente en un cementerio sobre la que depositar en noviembre las flores del recuerdo. La investigac­ión en busca del cuerpo ha movilizado recursos ingentes y gastado decenas de miles de euros; se han dragado ríos, vaciado pozos, recorrido descampado­s y removido vertederos mientras los encartados jugaban al despiste, sembraban esperanzas ficticias o guardaban silencio. Y ahora incluso se permiten reconocer que mintieron ante un tribunal para poner al descubiert­o un fracaso judicial agravado, una humillació­n desoladora, un escarnio moral completo.

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