El valle de las sombras
En el fondo, no somos más que los recuerdos que enlazan el fugaz presente como un pasado que se aleja a una vertiginosa velocidad
SAN Agustín escribió sus ‘Confesiones’ cuando tenía 44 años. Hacía más de una década que se había convertido al cristianismo y había sido nombrado obispo de Hipona. A pesar de que el libro fue redactado en torno al 398 después de Cristo, la obra es de una extraordinaria modernidad. Y ello porque es tal vez la primera autobiografía en la que se traza un itinerario personal en el que la experiencia íntima se convierte en materia de reflexión.
Se ha dicho que toda la historia de la filosofía es una nota al pie de página del pensamiento de Platón. Pues también podría decirse que toda la historia del cristianismo es una nota a pie de página de las ‘Confesiones’ y ‘La ciudad de Dios’, dos de las obras más importantes jamás escritas.
Glosar en unas pocas líneas las aportaciones de su inmenso legado es una osadía, pero siempre me ha llamado mucho la atención la concepción del tiempo de San Agustín, que enlaza con filósofos contemporáneos como Heidegger y Bergson. Incluso hay mucho de Hegel en su idea de que el presente es un delgado hilo que une el pasado, convertido en rememoración, y el futuro, que es pura entelequia.
La argamasa que une nuestra conciencia es la memoria, siempre en permanente reelaboración. En el fondo, no somos más que los recuerdos que enlazan el fugaz presente con un pasado que se aleja a una vertiginosa velocidad.
San Agustín recurre al término ‘cupiditas’ para expresar el deseo de lo material, de lo inmediato. Confiesa que se dejó llevar en su juventud por el impulso sexual y el gusto por el placer, que, según él, son autodestructivos y desembocan en la frustración. Sólo el amor a Dios y la contemplación de su infinita bondad nos pueden proporcionar equilibrio y salvar nuestra alma.
Lo que defiende San Agustín está en la esencia del cristianismo: la existencia terrenal es un estado de transición hacia el otro mundo, donde nos será dado unirnos a la comunidad celestial que goza de la visión de Dios. Por ello, la fe es la principal cualidad del creyente y el motor que le lleva a la salvación. La fe antes que el amor o la entrega al prójimo.
San Agustín me conmueve cuando describe como nadie lo ha hecho su descubrimiento de Dios, la intensa emoción de su presencia que evoca el misticismo de Pascal. Pero ello le lleva a repudiar los quehaceres y los afanes humanos, catalogados como pura ilusión, mera ‘cupiditas ‘que genera vacío y amargura.
Todo lo humano le resulta ajeno a San Agustín, que nos mira desde las alturas de una fe que convierte en espejismo la existencia en este mundo. Sólo podemos ser felices en un más allá cuyo fulgor convierte en un valle de sombras nuestro paso por esta vida. La visión de un santo que nos hace sentirnos unos gusanos a quienes sentimos apego por el barro del que estamos hechos.